Revista Cine
Lincoln (Ídem, EU, 2012) no inicia de la mejor manera. Después de una cruenta batalla cuerpo a cuerpo entre soldados confederados blancos y sus similares negros de la Unión, vemos al décimo-sexto presidente de los Estados Unidos (Daniel Day Lewis buscando espacio en la repisa para colocar su tercer Oscar) platicar con cuatro soldados -dos blancos, dos negros- que están a punto de regresar a combatir. El encorvado Presidente de mirada bondadosa intercambia unas cuantas palabras con ellos y hasta les cuenta un muy cotorro chiste sobre su desafortunado peluquero. Sin embargo, esta deferencia presidencial no detiene al imprudente Cabo Clark (David Oyelowo), quien le reprocha a Lincoln el hecho de que ellos, los negros, no tienen oficiales de su misma raza ni ganan lo mismo que los soldados blancos. Lincoln no contesta el reclamo del joven negro que, de todas maneras, mientras le da la espalda al Presidente para regresar al combate, revela que ha memorizado el célebre discurso lincolniano de Gettysburg ("...that government of the people, by the people, for the people, shall not perish from the earth"). Escena fotografiada de manera portentosa por el gran Janusz Kaminski, humor e ingenio a flor de pie en el chascarrillo que cuenta Lincoln, planteamiento directo del tema central del filme -la búsqueda de igualdad de los negros frente a los blancos- y la admiración incondicional hacia el Presidente de parte de sus sus tropas, incluyendo al respondón Cabo Clark... El prólogo del vigésimo-séptimo filme spielbergiano es tan idílico que parece de estampita histórica. Por fortuna, Lincoln, la película y su personaje central, resultarán mucho más complejos de lo que los minutos iniciales de esta cinta nos indican. Guardando las distancias -que, a decir verdad, no son muchas-, Spielberg ha hecho en Lincoln un ejercicio similar al realizado por Ford en su clásico El Joven Lincoln (1939): se ha apropiado del admirado personaje histórico para llevarlo a los terrenos de su universo fílmico particular. Así, si el joven abogado Lincoln de Ford terminaba convertido en el emblemático héroe fordiano de siempre, el Lincoln maduro de Spielberg le sirve al director de E.T. el Extraterrestre (1982) para entregarnos otro retrato más de una familia en crisis -la que vive en la Casa Blanca, pero también la familia de todo el país dividida en dos bandos irreconciliables- y otro retrato más de un padre ausente/presente/admirado/añorado que es, también, en este caso, el padre de todo el país. Lincoln no es una biopic tradicional -como sí lo era, por ejemplo, la muy menor Abraham Lincoln (Griffith, 1930)- sino algo mucho más interesante: una suerte de acezante thriller político -o, mejor dicho, thriller legislativo- que nos remite a cierto dictum atribuido a Bismark: "al que le gusten las leyes y las salchichas, que no vea cómo se hacen". Y es que esta película está centrada, básicamente, en un Abraham Lincoln que es un autentico animal político, uno que está dispuesto a todo -incluso a retrasar la paz con el Sur rebelde- para lograr un irrenunciable imperativo legal/moral/político: el fin de la esclavitud en Estados Unidos. El Lincoln de Spielberg y Day-Lewis es un sagaz político "mátalas callando" que parece -pero solo parece- que siempre está en otra parte: se hace el desentendido cuando su gabinete discute acaloradamente, se distrae atendiendo a su hijito/soldadito Tad (Gulliver McGrath) cada vez que aparece por ahí, cuenta chistes y anécdotas de todo tipo a la menor provocación y hasta acepta ir con el boss de los Republicanos moderados (Hal Holbrook) para que le gritoneen con todo e hijito/soldadito como testigo mudo... Pero, también, este Lincoln es el grisáceo Presidente burócrata que atiende a un par de ciudadanos para recomendarles "amablemente" que presionen a su representante en el Congreso para que vote como él quiere, es el Presidente leguleyo que explica con pelos y señales por qué es necesario el cambio constitucional antes de que termine la Guerra Civil, es el Presidente iracundo que le grita a su gabinete que se dejen de babosadas porque él necesita esos votos y los necesita ya, es el Presidente cabildero que habla con ciertos representantes para intentar convencerlos por las buenas de que voten como él quiere, y hasta es el desvergonzado Presidente tracalero que no le tiembla el pulso para mentir o para echar mano -vía su antiguo rival y ahora devoto Secretario de Estado William Seward (David Strathairn)- de tres regocijantes malandrines proto-priístas/panistas/perredistas (John Hawkes, Tim Blake Nelson y un abotagado James Spader robándose cada escena en la que aparece) que tienen la tarea de comprar los votos de algunos Demócratas prometiéndoles chambitas en el gobierno federal, pues el Lincoln de Spielberg podrá tener muy clara la bondad de su objetivo -la aprobación de la décimotercer enmienda que abolirá la esclavitud para siempre- pero tiene igual de claro que esto es política, que no está lidiando con santos y que con dinero (o, en su defecto, con intereses o, a veces, con el genuino convencimiento) baila el perro. La contraparte moral de Lincoln resulta ser el arrebatado líder Republicano radical Thaddeus Stevens (Tommy Lee Jones) -uno de los villanos, por cierto, de El Nacimiento de una Nación y el Ku-Klux-Klan (Griffith, 1915)- que, habiendo luchado toda su vida por la idea de que negros y blancos son iguales ante Dios, tiene que aceptar, pragmáticamente, la enmienda constitucional que acepta la igualdad solamente ante la ley -lo que retrasaría, por supuesto, la igualdad plena durante un siglo entero. Pero así es la política en una democracia viva: si Lincoln logró la aprobación de la décimo-tercer enmienda por medios non sanctos ("La más grande reforma del siglo XIX obtenida gracias a la corrupción por el hombre más puro de Estados Unidos", le dice Stevens a su amasia negra), el idealista encarnado por Tommy Lee Jones tendrá que tragarse su orgullo para aceptar lo que se puede conseguir, mientras se sigue luchando para lograr todo lo que se quiere. Lincoln se erige, pues, como un fascinante filme didáctico sobre los alcances, las dinámicas, los éxitos y fracasos del juego democrático. Ni idealización de los personajes y sus prácticas ni denuncia indignada sobre las perversiones de la "cochina" democracia.
Pero también -y aquí vuelvo a mi argumentación inicial- Lincoln es, más allá del retrato histórico y los intríngulis políticos del momento, un filme muy personal de Spielberg. Ese político avezado que es Abraham Lincoln tiene que lidiar con una familia quebrada -una esposa (Sally Field) histérica e ingobernable; un hijo mayor (Joseph Gordon Levitt) que lo desafía porque desea ir a combate- y, al mismo tiempo, es visto con absoluta adoración por su hijito/soldadito menor que, en la elipsis clave del filme, se convierte en el perfecto alter-ego spielbergiano: el niño lloroso, devastado, incrédulo, ante la irreparable pérdida del padre. Lincoln no es la obra maestra de Spielberg: además del prólogo de estampita escolar ya descrito, el epílogo -con Lincoln dando su discurso de toma de posesión de su segundo periodo- se siente innecesario y machacón. De todas formas, los logros superan con mucho estos problemas menores: la riquísima fotografía en interiores siempre dinámica de Kaminski, un reparto intachable hasta el último de los intérpretes, una solemnidad inevitable saboteada una y otra vez por el humor del Lincoln contador de chistoretes, por los sucios vericuetos por los que andan el trío de malandrines ya descritos y por los chispeantes duelos verbales a grito abierto el Congreso y/o en cortito -la lección que le da Stevens a un despreciable pero muy necesario chaquetero Demócrata, por ejemplo-, porque así se resuelven los asuntos en una democracia: discutiendo, luchando, convenciendo y, al final de cuentas, contando los votos.
Así y no otra manera funciona un "gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo". Y qué bueno que así sea... aunque a veces, qué remedio, haya que echar mano de gente como ese pícaro borrachales casi fordiano interpretado por James Spader. También él es parte de la democracia.