Revista Cultura y Ocio
Suele decir mi amigo Pepe Colomer que los libros de aforismos le gustan mucho por la misma característica que impulsa a otras personas a rehuirlos: su condición “inestable”. Es decir, que aquellos pensamientos que subrayas con fervor en el tomo en octubre de 2019 los considerarás banales en la relectura de febrero de 2024; y que los que pasaron más bien inadvertidos en el primer paseo alcanzarán el rango de genialidades en la nueva visita. Mala característica para lectores que deseen ponerle una etiqueta al libro cuando cierran su última página, pero muy estimulante para quienes actuamos de otro modo más flexible.Yo también creo que las colecciones de aforismos son los volúmenes más líquidos que se pueden concebir, porque crecen, menguan, varían y evolucionan con la persona que los lee. Y también podríamos decir que son heterorteguianos, porque son ellos y mi circunstancia. Ante un aforismo, puedo asentir o torcer el gesto; fruncir los labios o abrir los ojos; suspirar o tragar saliva. Y todas esas emociones variarán con el paso del tiempo. Porque los aforismos constituyen una mezcla (variable) de inteligencia, memoria, pensamiento, humor, lirismo y vida, que percibiremos de otro modo cuando cambie nuestra forma de pensar.Javier Puche acaba de lanzar un espléndido ejemplo con su obra Línea de fuego, que publica la editorial Renacimiento con ilustraciones de Riki Blanco. En sus casi cien páginas se suceden los aforismos como lo hacen los cuadros en las mejores salas de un museo: sin que se pierda el elegante hilo de la excelencia y sin que la mirada del lector (ni su cerebro) sufran decepciones. Equilibrado, versátil, fulgurante y sorprendente, el escritor malagueño nos conduce por territorios líricos (“Antes de nacer, fuimos aquella mirada de nuestros padres”), por inversiones emocionales (“Los nostálgicos tienen todo el pasado por delante”), por preguntas estupefacientes (“Me pregunto si yo le caería bien al niño que fui”), por sentencias conceptistas (“Matarse es perder el tiempo”), por reflexiones sociológicas (“Nuestra memoria colectiva padece Alzheimer”) o por el humor (“Los ancianos envejecen a toda pastilla. Las velas se consumen a toda mecha. Las banderas arden a todo trapo. Los creyentes comulgan a toda hostia”).Este volumen, que nace apegado a la convicción gracianesca de que más obran quintaesencias que fárragos, resulta imposible de resumir, como imposible sería extractar en una reseña el contenido del Prado o el Louvre. Léanlo y descubrirán un libro admirable, ingenioso y digno de aplauso.