Revista Opinión
Los censores iconoclastas del Islam ultraortodoxo, cuando ven en los medios occidentales imágenes jocosas de Mahoma, no se lo piensan dos veces y tiran por el camino más corto: amenazan de muerte a los dibujantes que se atrevieron a mancillar su fe con sus viñetas blasfemas. Aquí, en un país desarrollado como España, somos más civilizados; escandalizados, llamamos a las autoridades competentes y éstas, celosos regentes del pudor religioso de una minoría, hacen cumplir el decoro público, para regocijo y tranquilidad de las almas piadosas que velan para que el ateísmo y la indecencia no campen a sus anchas, hiriendo a quienes aspiran a una vida perfecta y eterna.
Por suerte para quienes no aspiramos a la santidad y observamos perplejos cómo la censura aún tiene público que la aplauda, la Santa Inquisición ya no tiene oficio ni beneficio en nuestra democracia; no se penaliza al autor impío con arder en un fuego físico y eterno, pero se ataca a la obra demoníaca que alimenta el escándalo. Como digo, somos modernos y civilizados; aquí no se quema a nadie y se respeta la libertad de expresión, siempre y cuando a un puñado de puritanos no les parezca que la fotografía de un actor disfrazado de Cristo sufriente atenta contra sus creencias privadas. La razón esencial de tal vocerío moralizante se debe al detalle de que al protagonista de esta fotografía le tapan sus partes pudendas una estampa de un Cristo crucificado.
Supongo que los ciudadanos escandalizados ante esta manifestación de desvergüenza aún no aprendieron a diferenciar entre literal y figurado, confundiendo sus creencias personales con la intención artística del fotógrafo. Si usted es uno de esos atónitos defensores de la virtud cristiana -más allá de lo que concierne al respeto de su vida privada- quizá deba saber que este debate filosófico en relación a la capacidad de las imágenes de representar de manera indirecta, ideal, metafórica, una realidad que está dentro o fuera de la mente del artista, quedó zanjada hace siglos, gracias a pensadores como Averroes, pensador musulmán (por cierto), pero ajeno a los excesos del celo religioso y los espejismos de la superstición y el integrismo. Averroes diferenciaba entre aquellos que buscan la verdad basándose tan solo en lo que ven y oyen, obviando cualquier interpretación que no sea la literalidad de lo manifestado, y aquellos otros que saben discriminar cuándo se les está hablando de algo que posee un referente real y cuándo nuestra intención es utilizar ideas o imágenes de manera alegórica, con la intención de expresar algo diferente a lo que aparece ante nuestros ojos. No atribuimos igual criterio de verdad a un texto científico que a un poema, a un hecho contrastado que a una obra pictórica.
Por ventura, la Humanidad evolucionó cognitivamente y pronto supo hacer uso de figuras retóricas como la ironía, el sarcasmo, el humor, a modo de formas veladas de acceder a una verdad resistente a manifestarse con transparencia. Quienes interpretaron la fotografía de Sergio Parra como un insulto personal, interpretaron su obra de manera literal, vieron en la imagen solo a un hombre desnudo con una estampita de Cristo, tapándole el pene. En ningún caso, se les ocurrió pensar que estaban ante una ficción artística, fruto de la subjetividad creativa de su autor -y si lo hicieron, prefirieron obviar lo evidente-, o que la fotografía era una de tantas de una exposición que pretende representar diferentes obras teatrales, en este caso Infierno, una obra basada en La Divina Comedia de Dante. No, ellos tradujeron la fotografía, adecuándola a su propio código moral. Si la imagen no cumple con las condiciones morales que yo le impongo a toda representación, ésta debe ser retirada; no me conformo con apartar la mirada o pasar de largo, sino que exijo que otros no puedan verla, independientemente de que sean o no católicos, o que entre los católicos existan ciudadanos a los que no moleste o se mantengan indiferentes ante este tipo de estética y temática.
El puritano se impone a sí mismo la máxima kantiana según la cual un deber moral debe ser necesariamente universal, ser aplicable no solo a mí mismo, sino a toda la Humanidad. Esta actitud -no hace falta ser muy perspicaz para darse cuenta- deviene en dogmatismo, al querer plegar la realidad a nuestras propias convicciones personales, obviando la libertad de pareceres y credos que conviven en toda sociedad, a no ser por mezquindades como la que llevaron a Blanca Portillo y a Chusa Martín, responsables del Festival de Mérida, a retirar involuntariamente y por prescripción política, dicha fotografía de la exposición Camerinos, que solo pretende retratar el ritual cotidiano de todo actor antes de salir al escenario.
Siempre habrá quienes, pese a su adultez, se mantengan sumidos en un enfermizo infantilismo moral; pero conviene desenmascarar, por mera salud mental, a aquellos que apoyándose en la excusa del pudor y de la decencia, intentan imponer al resto de la ciudadanía su letanía de mandamientos privados. Contra la estupidez, no hay mejor medicina que una buena educación. Como dijo aquél, «la verdad os hará libres».
Ramón Besonías Román