Revista Cultura y Ocio
Sólo he impartido un taller de escritura. Fue en Managua, a principios de 2011, y lo fue sobre el poema de Gabriel Celaya que más me gusta y más me emociona entre todos los suyos por su tono conversacional y su cercanía alejada de la proclama y del manifiesto. Pertenece al libro De claro en claro (1956) y se titula "Momentos felices". El poema comienza así: “Cuando llueve y reviso mis papeles y acabo / tirando todo al fuego...”. Reconozco que debo de ser una excepción en un panorama amplísimo de autores que imparten talleres de todo género y que ponen al descubierto los trucos y secretos de su escritura (o los trucos que aprendieron en un tiempo remoto) ante grupos de alumnos entusiasmados con sus enseñanzas y, casi siempre, con el sueño del primer libro, del primer artículo en la prensa o de su primer cuento publicado.
Mi relación más cercana con ese tipo de actividad ha sido impartir cursos o celebrar encuentros con unos alumnos (la mayoría, alumnas) muy especiales. Hablo de los centros de educación de Adultos, o de los centros culturales de barrio, foros que forman parte de un mundo muy alejado del universitario, a años luz del que nos solemos construir los poetas cuando participamos en un festival internacional de poesía, o en un encuentro o mesa redonda en una universidad, o en un congreso sobre literatura.
Hasta mediados del próximo junio imparto un curso en un pueblo (más bien cabría decir una ciudad) como Coslada, vecino de Madrid y volcado, casi imbricado con el de San Fernando de Henares, al nordeste de la región. El temario es muy preciso aunque el contenido lo tengo que aportar yo con un ajuste necesario: acercarlo al nivel medio de la clase, evitar distancias, incomprensiones, aburrimiento.La poesía y la novela desde la posguerra hasta los años 80 del pasado siglo. De Rosales o Panero, o de Cela o Ignacio Agustí, a los poetas y narradores más recientes. Es decir, sobre los cimientos en que se asientan nuestra novela y nuestra poesía de hoy.
El encuentro semanal con los alumnos de Coslada, casi todos jubilados o prejubilados y la mayoría mujeres, me ha hecho evocar otras experiencias similares. En mis viajes desde casa al centro cultural días he recordado mis dos o tres visitas a presentar libros al CEPA de Entrevías, o una conversación con alumnos parecidos en un centro en Carabanchel hacia 2006 ó 2007, o la presentación de La voz dormida, la novela de Dulce Chacón, en la primavera previa a su enfermedad y a su muerte, en un salón rebosante de mujeres con la memoria alerta, muchas de ellas conocedoras de primera mano o a través de familiares muy próximos, de la realidad que la novelista cuenta, del mundo penitenciario que en los años cuarenta construyó el franquismo llenando las cárceles de demócratas con convicciones de izquierdas, de mujeres que negaban el ideario y el modo de vida cuya implantación había delegado en la Sección Femenina.
Uno siempre va acompañado de la memoria haga lo que haga. Somos selectivos y esa selección mental se aviva ante aquellas experiencias del presente que tuvieron, aunque en otro plano o en otra dimensión, su pasado. El curso de Coslada, del mismo modo que otros que he tenido la fortuna de impartir en centros culturales de barrio, me ha trasladado a un tiempo remotísimo, quizá a los días que evoca mi Escritor a la espera, cuando en al barrio de mi adolescencia, la UVA de Hortaleza, un grupo de aguerridas y muy jóvenes profesoras (dónde estaréis la mayoría, me he preguntado muchas veces) creó la matriz de lo que pasado el tiempo (poco tiempo) sería un Centro de Educación de Personas Adultas. Mujeres que la historia había desplazado a la vida hogareña y a la subsidiariedad descubrían de pronto las puertas que podían abrir a mundos desconocidos: cursaban el Graduado Escolar, algunas daban el salto al bachillerato y muy pocas alcanzarían la universidad. Eran la retaguardia del movimiento vecinal de la época y eran también los bastiones de una ambición cultural, de un afán de ilustración que no se veía en los hombre. En Entrevías, en Carabanchel, en Fuencarral, en Coslada…. En sus centros culturales, treinta años después de aquellos momentos fundacionales, he vuelto a ver el mismo entusiasmo, el mismo afán por aprender, el mismo deslumbramiento ante un poema, ante la anécdota de un escritor o de una escritora, ante el desvelamiento de los secretos técnicos que se esconden tras una frase magistral o tras un verso estremecedor..
Hablo de Blas de Otero, leo poemas de Claudio Rodríguez, les acerco a las sevicias que vivió Paca Aguirre de niña y de adolescente, les descubro a Ángela Figuera, me interno en los pasadizos de un Carlos Sahagún desconocido o en la canción francesa (de la que algunas de ellas guardan memoria) que Gil de Biedma evoca en uno de sus poemas más felices. O me refiero a los oropeles de los novísimos, o a la mezcla entre Conchita Piquer y Los Beatles de la poesía de Manolo Vázquez Montalbán y en los rostros de todas ellas vislumbro la devoción por aquello que la sociedad les ocultó. Son las representantes del otro feminismo, del menos visible, del que ha nacido en el barrio e intenta sobrevivir entre las rutinas de lo cotidiano. Ellas vienen al curso y descubren el otro lado de la vida, de la historia y de la Historia.