Versión antediluviana de Don Quijote (Cadillacs & Dinosaurs #7, 1994)
El poder de fascinación de los dinosaurios no sólo ha alcanzado a la cultura popular. Muchos literatos se han dejado seducir por la fauna extinta. Ya te hemos hablado por aquí de las reflexiones mesozoicas de Miguel de Unamuno o Emilia Pardo Bazán. Pero la literatura en castellano tiene muchos más ejemplos. Veamos lo que dio de sí el siglo XIX en esta materia.
El anacronópete, la primera máquina del tiempo, se saltó el Mesozoico
Si los ingleses disfrutaban de la compañía de dinosaurios en Crystal Palace desde 1853, los belgas habían encontrado una macrodiscoteca de iguanodontes en Bernissart y los norteamericanos se habían sacudido de un plumazo el complejo de país sin historia a través de los múltiples hallazgos paleontológicos fruto de la “Guerra de los Huesos”, los españoles no podían encontrar en el mundo de los dinosaurios sino malsana envidia y frustración. Seguramente, por eso no menciona ninguno Enrique Gaspar en su novela de 1887 El Anacronópete, artefacto que se anticipó en ocho años a La máquina del tiempo de H. G. Wells y que va recorriendo la historia en sentido inverso hasta llegar al día de la creación.
Sin embargo, la primera novela española en la que se mencionan dinosaurios es anterior. Se trata de Un marino del siglo XIX o Paseo científico por el océano (1882), obra del historiador, poeta y dramaturgo gaditano Pedro de Novo y Colson (1846-1931). Esta novela de claro afán didáctico fue también publicada por entregas en La Correspondencia de España o Diario de la Marina. En el capítulo XIV, uno de los personajes imparte una conferencia sobre la historia de la vida:
“-(...) Durante la época secundaria que siguió a la de transición, la superficie de la Tierra estuvo cubierta de agua; pero no ya en su totalidad absoluta. Algunas islas encenagadas debieron aparecer como continentes sumergidos para dar sustento a los enormes reptiles y aves marinas, cuyos despojos nos acreditan la prodigiosa cantidad que alimentó aquellos terrenos. La mayor parte de aquellas especies han sido reconstruidas por sabios paleontólogos, dándonos su nomenclatura y dimensiones. Os ruego que me describáis algunos –interrumpió Edmundo.
Megalosaurus, según Benjamin Waterhouse Hawkins
- Serán los más importantes. El era un reptil de tanta longitud como la ballena y en extremo voraz; tirano formidable de la tierra para el que no hallaban refugio sus víctimas en aquel océano sin límites. Este fósil fue descubierto por Cuvier en Oxford. El Iguanodonte, especie de lagarto, hallado también en Inglaterra, tenía un cuerno sobre la nariz, de metro y medio de longitud, y contaba veinte de totalidad. El Mosasauro, cocodrilo extraño, era la mitad más pequeño, cuyos restos fósiles fueron descubiertos en una caverna a orillas del Mosa, en Holanda. El Plesiosauro era un enorme lagarto de cabeza pequeña y cuello prolongado; su longitud pasaba de ocho metros. De esta especie han sido estudiados muchos ejemplares, descubiertos todos en los terrenos jurásicos de Francia y Austria.
- Recuerdo también entre ellos –dijo Héctor- al Geosauro [1], el Monitor, el Saurocéfalo [2]...”
Ese mismo 1882, el malogrado científico y periodista gallego Octavio Lois Amado (1857-1888) publicó en Revista Hispanoamericana el pionero relato de ciencia-ficción hispano “Viaje interplanetario”, donde leemos en el transcurso de una excursión en Marte: “Paramos la atención en algunas aves que desde las alturas se lanzaban rápidamente a sumergirse en el agua, y otras que, saliendo del fondo del agua, se lanzaban a las alturas. El viejo les encontraba grandes analogías con el plesiosauro, el peterodactyle (sic) y otros extraños vertebrados de la época secundaria de la formación de la Tierra”.
Plesiosaurus (Smit, 1892)
Salvador Sellés (1848-1938) es autor del poema “El temblor de tierra” (1884), del que reproduciremos unos versos:
“¡Ah, dejad que reluchen por la vidaLos horrendos gigantes del abismoQue el atroz plesiosauro, revolviendoTierra y mar despedace a su enemigo”
En el Almanaque Sud-americano de 1899, el peruano José M. Tapia publica “Un drama”, suerte de entremés teatral que protagonizan el cielo o la Tierra, que se queja: “¡Qué horribles, padre mío, qué horribles son mis hijos! ¡qué pobre vestidura la que me cubre! Sobre mi túnica de fango, estampan sus huellas el mastodonte y el megaterio; trepando por los troncos de los árboles sin flores, el protopiteco, este maldito mono; encima de mis pantanos inacabables, el ictiosauro y el plesiosauro; agitando las copas de mis horizontes nebulosos, el pterodáctilo... ¡Qué va á ser de mí!”
Ichthyosaurus (Heinrich Harder, 1906)
El 17 de noviembre de 1899, El Diario Palentino publicó el poema de Julio Esteban Garacoteche “Cuento paleontológico”, del que nos interesa reproducir este fragmento:
“Allí acudió el Ictiosaurio,Pez, lagarto y cocodrilo,Que su cabeza tranquilo,Doblegó de siete pies;Y sus colmillos de sierpeEl Plesiosaurio halagüeñoPor saludo al nuevo dueñoChasqueó por veces, tres.Extendió el PterodáctiloDe la bóveda en la clave,Sus enormes alas de ave,Silbando como reptil”.
La literatura es divertida, haz caso a Spiderman
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[1] Cocodriliforme marino de finales del Jurásico y comienzos de Cretácico.[2] Pez saurodóntido de aletas radiadas, propio del Cretácico y similar a las actuales barracudas.