Revista Cultura y Ocio

Little Author #10: El Ramo Rojo

Publicado el 23 septiembre 2015 por Aroa Rubio Lopez @ladysblue

Little Author #10: Ramo Rojo
Buenas
Hoy os traigo un relato llamado el ramo rojo de María Martínez Diosdado, si estaréis pensando que Maria está asociada a mi blog y que solo saco relatos de ella, pero es que son geniales y creo que deben de ser difundidos, además ha sido una de las pocas que ha querido darme la oportunidad de poder seguir adelante con esta sección, que como siga así se extinguirá ya que nadie se anima a mandarme nada y me queda poco por publicar ya. Pero yo seguiré luchando porque siga en pie jejeje, espero que os guste.
EL RAMO ROJO

Lo vio venir, en aquél día gris como su ánimo en medio de la lluvia que formaban las lágrimas en sus ojos, simplemente lo vio venir. Con su traje elegante bien cortado, bien llevado, pasado de moda pasado de tiempo y sin embargo sin notar el paso del tiempo por él. Lo vio caminar con aquellos andares pesados, de pasos repetidos y arrastrados en su andar lento, lastimoso como una queja muda atrapada en la puerta de la voz que jamás la pronunció. Andares viejos, pies que un día fueron jóvenes como su rostro surcado de arrugas, surcado de historias. Dueñas de todo su dolor, de toda su risa, dueñas de toda la pena y de toda la alegría. Podía leer en ese rostro perderse en cada cuento encerrado en lo surcos profundos como barrancos, hechos a base de años y que parecían infinitos en esa faz, que justo en ese momento para ella lo representaba todo. Ese todo que abarcó tanto que convirtió todo lo suyo en nada. Porque le traspasó la felicidad que iluminaba su cara, tanta luz se desprendía que se llevó todo el gris nublado de su ánimo, le sirvió de paraguas para frenar sus lágrimas y sus ojos ya libres de llanto pudieron verlo aún más para enamorarse, emborracharse de aquella visión salida de otra época con la que tal vez ella hubiera soñado. Como un sueño le pareció su boca, sus labios. Eran tan bellos que no los percibió tal como el paso del tiempo los había dejado marchitos algo delgados, sino como en su día fueron una promesa de pasión prometida y entregada en cada beso. Labios gruesos que te dejaban tatuado el sabor de la dicha para apreciarlo, saborearlo como el más dulce manjar que tuviera el poder de ser para el paladar eterno. Siguió contemplándolo deleitándose en él para percatarse de sus manos de dedos largos caricias profundas, tiernas como el primer beso de la madre al bebe recién llegado. Manos que sin hablar lo decían todo expresaban en cada gesto un te quiero, con cada movimiento un te amo.
Se imaginó por un instante ser la dueña de aquellos sentimientos mudos y sin embargo expresados, los sintió suyos se apoderó de ellos con esa ansia de querer que había llevado tanto tiempo retenida, encarcelada en un corazón hecho a base de granito, que se le volvió irrompible de tantas veces roto. El corazón de Irene era un puzle hecho a base de pequeños trozos, que en su día pertenecieron a uno solo. Pero el desamor que ocultan las personas, el desengaño de una bondad que no lo era tanto lo fueron rompiendo y minando, solamente su inquebrantable esperanza de que el milagro mágico se produjera los volvería a unir con un sutil y frágil pegamento construido a base de determinación. La esperanza, ese sentimiento que de tan inculcado desde niña parecía inscrito en su ADN, marcado en su piel para que sus poros lo transfirieran a su alma soñadora.
Ésta noble tarea la llevaron a cabo unos padres dudosos ante un futuro incierto, como tan certero era su presente de niña, de hija invidente. Esto era una realidad impuesta desde aquél 14 de abril, desde aquella voz profunda que la pronunció y desde ese diagnóstico que les pareció profundamente aterrador. Les atenazó el pánico a lo desconocido y a lo que les quedaba por conocer. El miedo es un sentimiento inmisericorde que nos hace prisioneros de nosotros mismos y así se sintieron enjaulados, sin sentirse libres y sin posibilidad de inculcar libertad alguna al fruto de su malograda alegría, a la pequeña que tanto esperaron, de la que ya no sabían qué esperar. Ellos que siempre habían ido de sabios presumiendo de su existencia de su ideología de hippy, de su vive y deja vivir, de sus pensamientos al viento y sin compromisos ahora tenían miedo, muchísimo miedo. Tanto que por un tiempo decidieron negar lo evidente. Era fácil Irene era un bebe de poco más de un año, no había muchas exigencias que saciar ni grandes conflictos que solucionar, hicieron un esquema se repartieron horarios y tareas, en definitiva cuidar de Irene se convirtió más en un rutinario trabajo, que en la apasionante aventura de educar a tu retoño. Pero el paso del tiempo era un juez implacable encargado de irles quitando poco a poco la venda de sus sanos ojos, el día a día era una brutal realidad impuesta, una verdad que dolía en lo profundo del conocimiento y aunque lo sabían no querían saberlo, que no se podía pretender ser más ciego, de quien verdaderamente lo era sin querer serlo. Así que decidieron escapar de la cárcel del terror a base de amor y esperanza. Llevaron a Irene a una escuela para invidentes donde aprendió todo lo necesario para desenvolverse en su día a día, tener su independencia, hacer crecer su alegría y autoestima. Compartió juegos, risas, llantos y rabietas, confidencias de medianoche, secretos al mediodía, hizo lazos eternos en el tiempo, irrompibles bajo esa camaradería de ser como el otro es y el otro ser, como eres tú.
Pasó el tiempo, se fue haciendo adulta con el apoyo de sus padres de sus amigos, nunca le faltó nadie ni tuvo la sensación de ser nadie para otros. Estaba tan integrada en el mundo, que a veces era éste mismo el que no se adaptaba a ella. Eran pocas las veces pero hay estaban presentes como guardianes fieles del prisionero, esas miradas que no veía pero intuía, esas medias voces, susurros que parecían gritos para sus desarrollados oídos y que le taladraban el alma, esa fingida lástima, que más bien era una pena insolente que le atravesaba la sangre envenenándola. Porque aunque fuese invidente Irene poseía el mayor de los sentidos la intuición, su espíritu era un tigre esperando a su presa desprevenida, su cuerpo era un radar enorme que podía captar la falsa tristeza de los otros, los rumores de misericordia, los rezos por ella y que ella no había pedido. Así la pena, el rumor, el rezo todos ellos eran piedras que le golpeaban le rompían el corazón, formando pequeños trozos que en su día fueron uno solo.
Pero ahí estaba la esperanza guardada en su ADN desde su tierna infancia y ahora que había dejado de ser niña le llegaba ese milagro mágico, podría someterse a una operación que le devolvería la vista, era una partida de cartas con el destino donde se jugaba el todo o nada.
Todo era tanto para Irene que se mareaba de tanto pensarlo. Todo era el color de las cosas, de los cuadros, de los paisajes y de las flores, colores tantas veces explicados por sus padres, imaginados por su mente. Todo eran las formas de las montañas, de las sierras, de los peces que tanto le gustaban y vivían en los ríos, formas que se harían por fin realidad ante sus ojos. Pero lo que más ansiaba era poder contemplar dos rostros unidos como eran los de sus padres, dos voces asociadas por siempre y desde siempre al sentimiento de su memoria, a las que reconocería en medio mismo de un terremoto. Pero también estaba el riesgo de la nada. Como en nada se quedarían el color imaginado, las formas ya por siempre permanentes a través de sus manos, el rostro querido y soñado de sus progenitores solo serían dos voces en la memoria del sentimiento. Aun así Irene era valiente su vida había sido un reto constante una lucha consigo misma de la que siempre salió ganando, decidió jugar sus cartas, era tanto su todo que pensó que ese nada era precisamente lo que tenía que perder y en cambio sí mucho que ganar.
Llegó el día. Diez horas de operación, diez meses de recuperación y tan solo diez segundos para despojarse de una venda que era la frontera, la fina línea que separaba la tristeza de la alegría.
Y después de la oscuridad de años de la niebla que lo emborronaba fue lo primero que contempló, a ellos dos. Lloró de felicidad contenida compartida con sus dos voces ya convertidas en su par de rostros, desde siempre su padre y su madre. Y por último hizo lo que jamás hubiera imaginado, mirar su rostro en el espejo. No pudo por menos que reír, aquella imagen de ella misma era una extraña que la interrogaba. ¿Los ojos eran de papa?, ¿la sonrisa dibujada en su boca de mama?, ¿la nariz chata tal vez de la abuela? Tantas preguntas guardadas que su mente no daba abasto para responderla a todas en una sola respuesta. Un bullicio de emociones que le costó asimilar reposar en el corazón y en el alma. La luz se hizo en el mundo de Irene. Todo le era nuevo todo real demasiado cercano a veces, dueña de un mundo vívido en la oscuridad le costaba moverse en las distancias de este nuevo espacio. Le asustaba y la emocionaba, una mezcla de sentimientos que decidió tomarse con relativa tranquilidad.
Irene supo que para conocer mejor su nuevo gran mundo tendría que volver a sus raíces, allí después de todo se guardaba la esencia de lo que ella era, de lo que en un futuro sería. Y lo tuvo muy claro, la mejor idea para devolver lo que la vida le había dado era regresar a su antigua escuela, convertirse en alumna para después poder ser maestra. Ayudar a otros a ver a través de los oídos, las manos, la boca y el olfato. Decir que fue bienvenida se quedaba corto, fue tanta la alegría que se sintió llena de una plenitud que le abarca cada centímetro de su ser. Pasaron los meses aprendiendo para enseñar, escuchando para luego contar, oliendo para saber cómo describir un olor, tocando para mostrar el tacto de las cosas, en definitiva como dar a conocer un mundo a oscuras para ser visto por los demás sentidos.
Empezó su etapa como profesora donde era la mejor, armada con esa paciencia que solamente las personas como Irene tienen. Paciencia ante los tropiezos, los errores de cálculo, las equivocaciones en lo que podía ser simple y llano. Los avatares de una vida a la que un día perteneció y de la que sabía más que nadie como eran de grande sus dificultades. Pero aun así le faltaba algo, un pequeño vacío que se hacía enorme a medida que pasaba el tiempo, le faltaba el amor que un día en otra época soñó. Había estado tan ocupada con la operación, la rehabilitación y volver a la escuela que se olvidó de sí misma. Se le pasó por alto el amor que un día a través de la lectura intuyó fantaseando en cada palabra, con cada frase, en todos los párrafos que ella era la amada esposa, la amante despechada, la amiga eterna que espera ser la futura novia. Todos los personajes eran suyos y sin ser en realidad ninguno, se le vino la melancolía a la boca como un sabor amargo, hasta aquél día que lo vio llegar.
Desde ese momento a Irene se le hizo grande el hueco que ocupaba el amor en su cuerpo. Hueco que él vacío de lleno, se lo llevo todo en ese mismo instante sin saberlo, porque le pertenecían los besos imaginados, las posibles caricias escondidas, la pasión desbordada en cada esquina, su imaginación se la entregaba a él y por él vivió imaginando. Hasta que de tanto ensueño, de tanto hueco el cuerpo se le hacía chiquito y se le vertían las ganas de gritárselo a los cuatro vientos. Pero en el fondo Irene sabía que la única duda que le ponía freno, era si Miguel dueño de todos sus sentimientos les daría también los suyos sin poder llegar a verlos. Recordaba que cuando ella era invidente la desconfianza hacia los que podían ver era una barrera ante la que chocaba una y otra vez, es verdad que contaba con su enorme intuición pero a veces no bastaba, hay gestos que delatan una mentira más que las palabras bien intencionadas. Pero una vez más no se amedranto, jugó de nuevo sus cartas lanzó sus dados al destino esperando ser la ganadora afortunada.
Y con su paciencia, sabiduría, su amor hacia él y por él, se lo fue llevando a su terreno justo donde lo quería tener. Primero le conquistó el oído con su música preferida, todas las mañanas le ponía a Copen y su piano. Después el paladar con su comida favorita. El olfato con aquél perfume de azahar que sabía que le gustaba tanto y el tacto con sus propias manos. Lo enamoró con todo lo que conocía de su otra vida, con lo que Irene comprendía que Miguel necesitaba saber para quererla como ella lo quería con esa rabiosa fuerza, desesperada y fruto de esa loca espera, porque nada más verlo tuvo la certeza de que era su amor soñado y de que se pasaría la vida en un dulce sueño con él.
Así fue durante muchos años, donde tuvieron cabida cinco hijos y ocho nietos, los enfados y las reconciliaciones, lo bueno lo malo, donde se fueron yendo los que su día estuvieron, sus padres, algunos amigos, antiguos profesores, viejos conocidos. Irene sentía el peso de la edad en cada poro, en cada arruga, en cada dolor de un cuerpo que ya se hacía anciano. Estaba triste en un día nublado. Miguel lo percibía sin verlo y decidió poner remedio, se le partía el alma de saber que estaba tan melancólica. Se puso su traje elegante, estaba bien vestido y era por él bien llevado, tal vez pasado de moda y tiempo, pero sin notar el paso de éste por él. Se fue con sus andares cansados de hombre viejo repetidos y arrastrados, lastimosos como una queja muda, prisionera en las puertas de la voz que jamás la pronunció, pasos de anciano sí pero en pies que un día fueron jóvenes como su rostro marcado de arrugas, hechas a base de surcos como barrancos profundos, en las que se podía leer muchas historias que eran las dueñas de su pena, su risa, su dolor y su alegría.
Y ella lo vio venir, igual que el día que lo conoció con su traje, sus andares, y la dicha puesta en la cara simplemente lo vio en aquél día gris como su ánimo, donde las lágrimas formaban gotas de lluvia en sus ojos. Le traspasó la felicidad que iluminaba su rostro, tanta luz se desprendía que convirtió todo lo suyo en nada. Se deleitó con esos labios que un día fueron gruesos y cumplieron las promesas de pasión prometida en cada beso, aún podía saborear el dulce manjar que le parecía eterno en su paladar. Sus manos de dedos largos y que tan tiernamente la habían acariciado, hablado en cada gesto con un te quiero pronunciado. Y ya no imaginó por un instante ser la dueña de esos sentimientos pues hacía tiempo que eran suyos, desde que se apoderó de ellos con esas ansias de querer retenida en su corazón, irrompible de tantas veces roto. Se le fue la tristeza del gris nublado, se le secaron las lágrimas de lluvia caída en sus ojos para volverlo a ver, para enamorarse otra vez de él, y se emocionó en lo profundo del corazón cuando lo vio venir con aquél enorme y del que sabía ser la remitente, como la primera vez que fue suyo, gran ramo rojo.
FIN
Espero que os haya gustado y ya sabéis si queréis que publique algún relato vuestro mandad un email a [email protected] que a mi me encantaría recibirlos y poder publicarlos, ademas gracias por leerme y comentadme que os a parecido este gran relato, que creo es uno de los mas largos que me han mandado.
Un besazo enorme Blue Lovers
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