Con este atractivo planteamiento arranca la función, en la que su carácter detectivesco es tan solo un pretexto para que la autora hurgue sin piedad en asuntos políticos (los menos) y, sobre todo, familiares. Afloran los rencores, los silencios, las envidias, los amores.. El policía se yergue como la conciencia aunque lleva también escondidos muchos sentimientos y tiene varias cuentas pendientes.
Con excepción de los monólogos que abren y cierran la obra -que destilan filosofía, y a mí me parecieron innecesarios-, Verónica Fernández escribe unos diálogos intensos y ágiles; los tres hermanos se definen con nitidez y exponen con equilibrio sus miserias y su realidades. Los dos hermanos mayores, Carlos y Juan, recrean, a su manera, la parábola del hijo pródigo; el primero vive en el extranjero, obligado por sus ideas políticas. El segundo se ha quedado al lado del padre, en lo que se adivina una vida reprimida e insatisfecha. Y Alexia, la hermana pequeña, muestra su vulnerabilidad y sus deseos escondidos. Los tres aparecen como sospechosos de un crimen que la autora da por hecho ( lo mismo que el policía), como también que el asesino ha de ser uno de los tres hermanos.
La función posee el ritmo que le pide el texto, se desarrolla con fluidez y permite respirar a los actores, Mon Ceballos, Marian Arahuetes, Fael García y Rodrigo Sáenz de Heredia que, especialmente el primero, dibujan con claridad sus personajes. En el Galileo (no es la primera vez que me pasa), la función, escenográficamente muy sencilla (demasiado oscura para mi gusto) me pareció algo desangelada; había, es cierto, muy poco público, y eso redobla el agradecimiento por su esfuerzo a los actores, que han de levantar el espectáculo a pulso.
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