Llanes fue siempre un pueblo atopadizo, de gente amable, calles estrechas y clima imposible, con una belleza especial, perdido en las nubes del Cuera, que quedan colgadas de unas cumbres que se ocultan muchas veces al viajero. Desde hace décadas se convirtió en destino turístico, aunque lo conocimos cuando no se había contaminado con la masificación, ni la presión urbanística terminaba de cambiar la anatomía de los alrededores. Una autopista pasa por el sur y el acceso se lee en grandes letras blancas sobre fondo azul; después la separación entre Llanes Este y Oeste, como si se tratase de una gran urbe. Prefiero recordar el pueblo con la discoteca de aquellos escalones, de los que hablábamos ayer, y los paseos por las aceras tortuosas de la zona vieja, descendiendo hacia la bocana del puerto, donde los restaurantes eran entonces chigres donde olía a fritura de pescado fresco, aunque tal vez la nostalgia me engañe y lo que realmente echo de menos es la juventud que me acompañaba en esos viajes de estudiante, cuando el fantasma de la muerte se veía imposible y la felicidad se compraba en cualquier esquina.