Revista Cultura y Ocio
Llaves, un poema de El bar de Lee
Publicado el 05 diciembre 2013 por David Pérez Vega @DavidPerezVegDejo aquí un poema de la primera parte del poemario El calvo del Sonora (segundo libro incluido en El bar de Lee). Esta primera parte se titula En mi territorio y pretende ser una indagación en los orígenes de la vocación literaria. La búsqueda de esa vocación se va haciendo en cada poema hacia atrás en el tiempo. El poema titulado Llaves es el último de esta sección; es decir, refleja el recuerdo personal que podría considerar el punto de partida de mi vocación literaria.
LLAVES
Como si en realidad fuesen tres hermanos me sigue pareciendo complicado diferenciar entre los cuentos de Andersen y los de los Grimn. Yo aún no sabía leer, esperaba a que mi padre regresara del trabajo y tras cambiarse de ropa le hacía sentarse en el sofá. Como en la apoteosis de un rito antiguo deseaba que cobrasen vida los signos negros encerrados en el fino papel, se abrirían para mí entonces, en aquellas tardes primeras, las vertiginosas puertas de estos libros que hoy conservo: La sombra y otros cuentos de Andersen y Cuentos de Jacob y Wilhelm Grimn, en las baratas y cuidadas ediciones de Alianza.
Se aclaraba la garganta y bajo el bigote la voz, en ese momento el niño que era yo sucumbía a la magia que invocaban las palabras, magia que le conduciría a vigilar su sombra de repente presentida como un ser autónomo, a pensar en princesas verdaderas que detectaban guisantes bajo una montaña de almohadas, a interrogarse con ceño fruncido si de verdad en algún lugar del mundo los sapos hablaban.
Ahora sé que sí: lo hacían en los estanques de aquellas frases que mi padre conjuraba en el sofá de casa tras su trabajo de ingeniero. En una ocasión le pregunté si él escribía cuentos. Yo no sabía leer pero pensaba que quien leía cuentos debería también querer escribirlos. Confuso, sorprendido, imaginaba.
Recuerdo entre todos uno: La llave de oro. Un niño sale a buscar leña en un crudo día de invierno, entre la nieve encuentra una llavecilla de oro, después un cofre y en él una cerradura. Y entonces le dio una vuelta; y ahora hemos de esperar hasta que haya terminado de abrirlo y levante la tapa: entonces nos enteraremos de las cosas maravillosas que contiene el cofrecillo. Finalizó mi padre abrupto la lectura. No podía creerlo, me tomaba el pelo, tenía que saber qué contenía el cofrecillo, necesitaba saberlo. Insté a mi padre a que pasase el dedo por las palabras según las repetía. Ni una más. Éramos víctimas de un error. Llegué a coger una lupa en busca de los restos de una supuesta página arrancada donde, sin otra posibilidad, tendría que encontrarse resuelto el misterio.
Puedo ver a mi padre: sonreía observando a aquel niño que no sabía leer, su indagar en el lomo esquivo de un libro de bolsillo. Quizás él haya olvidado esta extraña escena que regresa a mí con terquedad de símbolo, porque, sin duda, lo más extraño de todo es que tres décadas después el niño que era yo, convertido en adulto, aún sigue buscando lo que había en aquel cofrecillo.