Revista Cómics

Llega la tormenta

Publicado el 08 abril 2020 por Xavier Xavier B. Fernández

Llega la tormenta Cabalgamos lentamente por la calle mayor. Al fondo, la iglesia era un amasijo de maderos ennegrecidos que aún humeaban. Algunos buitres picoteaban los cadáveres. Otros, quizá ya ahítos, nos sobrevolaban, trazando círculos en el aire. Todos los habitantes del pueblo estaban allí, ahora sólo cadáveres desmadejados y desperdigados, exangües, indiferentes a los picos curvos que hurgaban en su carne. A nuestro paso los buitres dejaban de picotear y levantaban la cabeza para mirarnos, sin mostrar ninguna intención de huir. Hasta que Bonnechance le arrancó la cabeza a uno de ellos, de un certero disparo de su Winchester. Los otros emprendieron el vuelo, y se unieron a los que volaban sobre nosotros en el cielo encapotado. —No malgaste balas—le reprendió Veracruz.
—Esos bichos me dan mucho asco. —No tienen por qué. Forman parte del orden natural. Aquellos a quienes nos enfrentamos, en cambio, no. Reserve sus balas para ellos. —¿Qué vamos a hacer? —pregunté. —De momento, sacar a esta gente de la calle. —No podemos enterrarlos, no nos va a dar tiempo. Quedan pocas horas para que anochezca. —Cierto. De momento, los dejaremos en el Saloon. Y así lo hicimos: fuimos arrastrando todos los cadáveres hasta el Saloon. Allí los ordenamos en dos hileras, y los cubrimos con los manteles a cuadros que Dimitrescu el posadero guardaba en la trastienda. No podríamos darles cristiana sepultura aún, pero al menos así tenían un aspecto pulcro y respetuoso. El Padre Veracruz sacó un misal de un bolsillo de su guardapolvo negro, se quitó el sombrero, se colocó la estola y pronunció la última encomendación, en latín. Cuando acabó volvió a guardar la estola y el misal, y volvió a calzarse el sombrero. —Ahora, arrancadles las patas a esas sillas, y afilad un extremo. Después, clavaremos una en el pecho de cada uno de los fallecidos. Hay que procurar que quien ha alcanzado el descanso eterno siga descansando eternamente. Así lo hicimos: rompimos las patas de las sillas, las afilamos y, con las estacas así fabricadas, empalamos los pechos de todos los cadáveres. Fue una faena dura, cansada y desagradable. La realizamos Bonnechance, el padre y yo, pero no el jefe Lobo Gris. Este había desaparecido. Cuando acabamos nuestra penosa tarea salí a la calle, y allí estaba el viejo indio. Se había puesto un tocado de plumas de águila, unas tobilleras con cascabeles y, con una larga flauta en las manos, de la que de tanto en tanto arrancaba algunas notas, danzaba en círculos, mientras entonaba una monótona letanía. —Heyaheyaheyaheyaheyahey… —¿Qué está haciendo su suegro?—preguntó Bonnechance. —Lo que le he pedido que haga. —¿Magia india? —Algo así. Invoca a los espíritus de los antiguos jefes tribales. —¿Para qué? —Para que nos ayuden. —Pero ¿Usted se cree todo ese mambo yambo? Quiero decir, es que usted es sacerdote… El padre se encogió de hombros. —Hay más cosas en el cielo y en la tierra, Horacio, que las que sueña tu filosofía. —Sí, mi antiguo amo también citaba a Shakespeare, cuando quería hacerse el interesante ¿Sabe? Es usted un cura muy raro. Pero que muy raro ¿No debería citar las Sagradas Escrituras, en vez de al bardo? —Bueno, pues ¿Qué le parece esto? “¡Oh profundidad de las riquezas, de la sabiduría y del conocimiento de Dios! ¡Cuán incomprensibles son sus juicios e inescrutables sus caminos!”. Romanos, 11:33. Mírelo así: yo viajo por uno de los inescrutables caminos de Dios. —Lo que usted diga, Padre. No me voy a poner a discutir sobre el significado de las Sagradas Escrituras con un profesional. En eso, había caído la noche por fin. Y de pronto, oímos un repicar de cascos de caballos, muchos caballos que se acercaban. Empuñamos nuestras armas. Menos Lobo Gris, que siguió ejecutando su danza ritual, impertérrito. Por la calle mayor y sus callejones adyacentes entró una multitud de jinetes a caballo. Pálidos como la luna, con los ojos brillando en la oscuridad, como los de los gatos, y oliendo a sangre. No exagero, al acercarse noté un olor acre a sangre que les precedía. Los jinetes nos rodearon, dejándonos en el interior de un círculo amplio. —Preparad las armas yponeos espalda contra espalda—murmuró el padre. —Padre, no vamos a tener balas para todos, por muy bendecidas que estén—murmuró Bonnechance. —No son nuestra única arma—respondió el padre. Aunque su respuesta no pareció tranquilizar mucho a Bonnechance. Ni a mí. Al frente de la horda cabalgaba el Comodoro Yorga en persona. Yo solo le había visto una vez, cuando se llevó a mi madre, y de eso hacía ya un tiempo. Yo había crecido, pero él no había cambiado ni un ápice: seguía siendo un hombre alto, elegante y apuesto, de pómulos pronunciados, perilla mefistofélica, labios plenos y muy rojos, ojos grandes y grises y cejas espesas y negras. Seguía vistiendo la misma levita de terciopelo negro, el mismo chaleco de fantasía y la misma corbata de lazo, roja como la sangre. Montaba un hermoso caballo árabe, inconfundible por su hocico en forma de cuña, su cuello curvado y su cola enhiesta. Los árabes son una raza muy apreciada, pero difícil de encontrar en América. Aquel lucía un pelaje negro y bruñido como las plumas de un cuervo. A su lado cabalgaba Betty la Roja. —Ismael, me decepcionas mucho—dijo el Comodoro. Oír mi nombre en sus labios me provocó un escalofrío—Te he permitido vivir, todos estos años. Como a los otros desgraciados que habitaban este pueblo. Pero eso se acabó. Y usted… usted debe ser ese pistolero metido a cura del que tanto me han hablado. —Usted debe ser ese engendro del infierno del que tanto me han hablado a mí—respondió Veracruz. —Ah, no me teme. O lo finge. Veo que es un hombre valiente. Me encantará tenerlo a mi servicio. —Eso no va a pasar. El Comodoro rio. —Yo dispongo de veinte hombres que son mucho más que hombres. Y usted, sólo dispone de un negro, un indio y un muchacho. Lo de volver a convertir la iglesia en un santuario fue una maniobra inteligente, pero ya ve, Padre, que no hace falta entrar en un santuario para destruirlo. Basta con prenderle fuego. Ahora no tienen refugio. Nosotros somos muchos más que ustedes, y también estamos armados ¿A cuántos lograrán abatir con sus balas mágicas antes de que los reduzcamos? —Disponemos de otras armas. —Déjeme adivinar ¿crucifijos? ¿ajos? Por favor… En ese momento, un relámpago iluminó la escena. Y, simultáneamente, se oyó el sonido de un trueno. Y de los nubarrones negros que nos cubrían empezó a caer la lluvia. El Comodoro pareció sorprendido, por un instante. Luego empezó a reír de nuevo. —¡No me diga que ese indio suyo está interpretando la danza de la lluvia! —No se lo diré si no quiere oírlo, pero así es. —Magia india. Qué inadecuado para un sacerdote. —Combato a la magia con magia. —¿Cree que nos puede vencer con un poco de agua? ¿intenta matarnos de una neumonía? —No, de un neumonía no. El Padre alzó la mano derecha, hizo la señal de la cruz en el aire y murmuró unas palabras en latín. Y, de pronto, todos los jinetes que se nos enfrentaban empezaron a aullar de dolor, de una forma más propia de animales que de hombres. Allá donde las gotas de agua les tocaban, su piel ardía, siseaba y humeaba, como un bistec sobre una plancha de hierro al rojo. El Padre había convertido la lluvia en agua bendita.
Llega la tormenta
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Duelo a muerte en Transilvania



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