Los soldados llegaron a la hora del almuerzo, con las caras pintadas y las bayonetas caladas
Llegaron a la hora del almuerzo: eran muchos, muchos. Entraron por el portón que da al camino y ocuparon todo el huerto, debajo de los aguacates, junto a los mangos, bajo las matas de huerta, parapetados en el cerco de piedra. Bien se los veía desde el corredor. Ay, Dios, y yo sola con las chinas, con las chinas y con una hija que ya le empezaban a limonear los pechitos. Todas teníamos miedo, que si más nos escapan a matar, porque lueguito de llegar un puño de soldados se acercaron a la casa y entraron en el corredor, mirándonos duro con aquellos ojos escondidos detrás de las pinturas y apuntándonos con aquellos fusiles que no dejaban quietos. En la cocina agarraron las tortillas que tenía echadas en el comal, las encopetaron de frijoles y se las acabaron como también se acabaron el agua del cántaro. Luego dijeron de registrar la casa, a ver qué era lo que escondíamos, se metieron adentro y seriaron ls estantes, el tapesco, los dos armarios, botaron los trastes, sacaron los vestidos del arcón y también apuñalaron los sacos de grano por si había armas escondidas. Y como no hallaron nada salieron más ardidos. Uno de ellos alzó el arma y dejó ir una ráfaga para arriba, pedaceando las tejas, y la pequeña dijo de llorar y llorar y tuve que darle la chiche para que se serenase. Y las otras, también temerosas, se me agarraban a la falda del vestido y se me querían esconder entre las piernas. Y luego se acercó un hombrón con unos galones en el brazo, tan malencarado y refeo que sólo de recordarlo me pongo mala, y empezó con el interrogatorio, hablando pesado, ofensivo pues, y mirando peligroso. Que si dónde está su marido, vieja, y sus hijos mayores dónde están, que son revoltosos y que ustedes también lo son, y las tortillas para quiénes eran, y que dónde escondían las armas. Dios guarde, no se acababa la retahíla de acusaciones y yo apenas atinaba a abrir la boca para decirle que tu papá no estaba, que había salido a vender unas reses y no volvería hasta el otro día. Pero el soldado no se conformaba, sabemos que anda cerca, tu marido, encharralado en la montaña, durmiendo fuera, decía, y si regresa lo vamos a agarrar y la va a pagar bien pagada. Y si no la paga él, la van a pagar ustedes, y vuelta a preguntar y preguntar, que dónde guardábamos las armas, el parque, la propaganda, sin dar respiro, y al poco echó mano del yatagán que llevaba a la cintura y lo clavó en la mesa varias veces, y lo miraba y nos miraba, a mí y a la hija. Pero la hija fue valiente y también se lo negaba, hablándole duro se lo negaba, mi tata no es revoltoso le decía, y el hombrón de los galones más y más bravo, y venga amenazas y acusaciones, subversivos, revoltosos, terroristas, hasta que se enojó de veras y entonces le agarró el pelo a la hija, se lo enredó en la muñeca y le pegó un jalón fuerte, y con el otro brazo la sujetó por el pecho y le puso el yatagán en el cuello, apretando cada vez más hasta que le sacó un hilito de sangre. Ahí sí que me eché a temblar porque la pobre estaba pálida y pelaba los ojos así de grandes, igual a las venadas cuando ventean el peligro, y las hermanas llorando y yo, que no sabía qué hacer ni decir, agarré fuerzas a saber de dónde y le dije no le haga daño, no ve que es una niña, qué clase de gente son ustedes que matan criaturas, pero el hombrón más apretaba el yatagán y se reía y los otros soldados se reían con él. Y quizá allí mismo habría degollado a mi hija si en ese momento no llega su jefe y le dice soltala vos, nosotros venimos a pelear con hombres no con niñas, y le apartó el cuchillo de un manotazo, y ustedes mejor recójanse dentro de la casa, señora, me dijo, y atranquen la puerta que estos son brutos. Y no hizo falta que el jefe me lo repitiera porque al momento las agarré a todas, las llevé para adentro y allí nos estuvimos, tumbadas en el piso, no vayan a hablar duro, les decía, ni vayan a salir, ni a tocar los trastes y ellas llorando, llorando quedito, porque los soldados desde afuera amenazaban que le iban a poner fuego a la casa y nos íbamos a morir quemados como cusucos en su madriguera, y así estuvimos hasta que a las horas recogieron sus pertrechos y se fueron. Así fueron las cosas, usted, así fueron. Salimos vivas de aquella situación, y de otras peores, y ahora nos toca recordarlas y sacarlas a la luz para que se sepan y no se olviden, para que no se repitan.
La llegada del hombre a la luna me pilló con pantalones cortos y estudié en una universidad aún revuelta por la transición. Un travieso gusanillo interior me llevó a Centroamérica, a dedicarme en cuerpo y alma al sufrido oficio de cooperante, que me ha dejado unas cuantas arrugas, muchos amigos, el amor por la literatura hispanoamericana y una cantidad indeterminada de historias por contar. www.laotraliteratura.com Ver todas las entradas de julioalejandre