Cuatro meses antes, cuando el oncólogo, con la claridad que ella deseaba, le explicó el avanzado estado de su metástasis, que alcanzaba médula y páncreas, me dijo:
- No quisiera morirme sin volver a Santiago.
Llovía en la plaza del Obradoiro. Ángela, imposible ya para una canción de esperanza, admiraba, una vez más, el impresionante realismo del Pórtico de la Gloria, antes de acceder a la inmensidad de las naves que olían a incienso del botafumeiro.
-Siento frío, volvamos al hotel.
El orballo, con su persistencia menuda nos había calado. Mientras se cambiaba de ropa sequé su peluca de pelo negro y áspero, distinto de aquel cabello sedoso y domable que perdió con las sesiones de quimioterapia. Ángela buscaba mi reacción al mostrarme su cabeza calva y yo, evitaba que descubriera en mis ojos una emoción que pudiera herirla.
Cuatro meses antes, cuando el oncólogo, con la claridad que ella deseaba, le explicó el avanzado estado de su metástasis, que alcanzaba médula y páncreas, me dijo:
- No quisiera morirme sin volver a Santiago.
Sus defensas estaban ya en mínimo; la fe, dicen, mueve montañas y creí que nuestra oración lograría el milagro de alargar su vida al menos unos meses. Me equivoqué, y tuvimos que regresar. Durante el viaje, su dolor nos sumía en un profundo silencio.
- Cierra los ojos, intenta dormir, le insinuaba de vez en cuando.
- No puedo. Necesito despedirme de todas las cosas que amo. ¡Son tantos años haciendo el mismo recorrido!
Desde que, casi niñas, nació nuestra amistad, nos hicimos inseparables. Luego, me casé y ella encontró trabajo en un bufete de abogados. Una vez cada año, reservábamos unos días para una pequeña escapada a Galicia y visitar al Apóstol. Hoy he vuelto a Santiago que, sin ella, no parece la misma ciudad. En el Pórtico de la Gloria, las figuras del Maestro Mateo jalonan la entrada de cientos de peregrinos. En una, he creído ver una amplia sonrisa que reconozco, es la de Ángela. Cierro los ojos y siento que ella, mi mejor amiga, no se ha ido definitivamente.