Se puso a llover, como venía anunciándose por el picor del sol de la mañana. Él corrió a la terraza a retirar la bandera de España que ondea allí desde hace unos días: se empeña en ser el que más tiempo esté celebrando los goles de la selección, aunque yo quiero pensar que lo hace como reivindicación, porque estos días no se lleva anunciar que se es español. Que no se moje la bandera, Negre, me dijo. Que no se moje o que no llore, pienso, que para el caso es lo mismo, porque lo que cae ahora no es agua, sino falta de trabajos y mucho mes de sobra.
Entré dos veces en la cocina, aunque a Él no le gusta que le anden por sus terrenos, que prefiere estar solo y concentrado en guisos y el sonido de las cucharas de madera en sus cazuelas. Había abierto la pequeña ventana junto a la encimera para dejar que entrara el olor. Huele a tierra mojada, Negre, ¡cómo me gusta!, así que hoy comíamos arroz con sabor a lluvia y hondura de tierra, que cuando hay aroma a mojado es como volver a nuestros ancestros, creo, y recordar que una vez tuvimos un tótem y una Gran Madre Tierra. No sé si es lo mismo, pero cuando los terrones de la dehesa se empapan, es que algo está cambiando y huele a negro, a hondo y a dulce.
Claro que la lluvia le mojó sus cristales, los que limpió, todos, esta semana, con afán para aprovechar el buen tiempo, pero bien sabía Él que después llovería y quedarían sólo sobre el terreno transparente las hileras de carreras de gotas. Se ha salpicado su obra y ahora vemos como en un cuadro puntillista. La lluvia me lleva, entonces, de la mano a los cuadros impresionistas que le gustaban a mi amiga Pilar, de la que hace muchos años que no sé nada, pero que en su momento fue importante.
Voy a dejar secar la bandera en la entrada de mi casa. No sé si tenderla cuando se aparten las nubes. Igual es una provocación. Y eso me gusta, claro.