
Vendedoras de lágrimas frescas
Estos días en Madrid he visto a varias mujeres en la calle llorando de tristeza. Hoy en Tenerife lloraba una pareja mientras se abrazaba. Hasta la ministra italiana no ha podido reprimir el llanto. Las lágrimas de los otros conmueven, nos piden auxilio, reclaman un abrazo. El que llora en público es porque ya no puede más, se siente desbordado por la pena y la impotencia, y esa pena se rebela en lágrimas. Los que son de lágrima fácil se reprimen cuando los demás miran, porque llorar en público no está bien visto. Hoy más que nunca es una conducta censurada, signo de debilidad, transtorno emocional e incluso se ve como un defecto femenino. Se llora cuando uno toca con los dedos la impotencia. Cuando nos reconocemos vulnerables. Los padres lloran a sus hijos, y estos a sus progenitores. Lloran quienes se les arrebata lo poco que tenían. Se llora a los muertos, a los presos y a los enfermos. Se llora por rabia o por desamor. Se llora en las guerras y en los terremotos.
La infancia conlleva también el sonido del llanto. La vida a veces no atiende a edades. Los niños reciben zarpazos de los que deben salir adelante. La niñez es el tiempo del juego y de los accidentes; de las rodillas desolladas, de las patadas, o los piñazos (como dicen en Canarias a los puñetazos), y por ello todos hemos llorado y mucho. También lloran los cuatro ojos, las orejas de soplillo, el gordo, la fea, o el torpe o el gitano. En la infancia se llora con frecuencia porque uno no sabe defenderse de otra manera, porque tranquiliza, porque es sano. Tampoco de adultos sabemos muchas veces responder sino con lágrimas. Me gustaría reivindicar el llanto como una emoción sincera, espontánea, saludable, libre de prejuicios y con derecho a expresarse en cualquier lugar: como la risa.
Firmado: Lloranda
