Revista Historia

Lloret 1979, memoria histórica de uno de los incendios forestales más trágicos

Por Ireneu @ireneuc

Cuando veo las noticias que nos llegan de los incendios forestales de Grecia y los muertos habidos por culpa del fuego, algo dentro de mí se encoge y recuerda los veranos que, en una urbanización en medio de una zona forestal cerca de Hostalric (Girona), pasé durante los 70 y los 80. El olor a humo, el ruido de los hidroaviones, el inusual aire caliente, las inquietantes pavesas y el miedo a que un fuego descontrolado convirtiera aquel monte mediterráneo cerrado que nos rodeaba en una ratonera infernal, fueron la espada de Damocles con que convivíamos cada agosto que pasábamos allí. Por suerte, nunca pasó nada, pero el peligro era bien real y raro era el verano que, desde nuestra casa, no viéramos una columna de humo estratosférica o cómo lucían los fuegos que, en lontananza, iluminaban la oscuridad de la noche. Ahora, coincidiendo con los mortíferos fuegos griegos, me viene a la memoria uno de aquellos incendios que, con todo el temor del mundo, contemplábamos en la demasiado cercana lejanía. Aquel fuego, por desgracia fue diferente, no solo quemó casas, animales y bosque, sino que se llevó la vida de 21 personas que quedaron acorraladas en el fondo de un torrente. La muerte no deja indiferente a nadie; saber que 13 de ellas murieron abrazadas entre sí, menos. Me refiero al terrible incendio de Lloret de Mar de 1979.

El bosque mediterráneo, debido a la rigurosidad del clima que envuelve al Mare Nostrum, ha sido siempre el "pariente pobre" de los bosques mundiales. La acumulación de las lluvias en el otoño y en la primavera, unos inviernos templados y unos veranos secos y más parecidos a las ollas de Pedro Botero que a otra cosa, ha hecho que la vegetación que crece en las onduladas sierras litorales se adapte como pueda a esta particular climatología ( ver ¿Por qué florecen los almendros tan temprano?). Esta situación hace que el bosque esté formado por una gran cantidad de especies vegetales diseñadas para soportar las inclementes sequías que se producen durante el verano, esto es, plantas resinosas, de hojas estrechas, perennes que, si bien son buenas estrategias para no pasar sed, las convierten en auténticas teas preparadas para que cualquier chispa ya sea natural o humana las encienda. Durante siglos, el ser humano que ha vivido a orillas del Mediterráneo ha aprovechado esta vegetación como combustible, por lo que, al ser un bosque de rendimiento bajo, el exceso de uso había convertido el paisaje en poco menos que en una dehesa. Los incendios, si bien eran normales, al no haber una masa forestal continua, eran de corto alcance. Sin embargo, en los años 60 del siglo XX la cosa iba a dar un vuelco dramático.

El abandono de la agricultura por la vida urbana, hizo que grandes extensiones de terreno antaño explotadas forestalmente, quedaran descuidadas. La vegetación comenzó a ganar extensión a costa de la falta de tala y de las tierras antes trabajadas, formando en poco tiempo impenetrables bosques mediterráneos sin ningún tipo de gestión. En principio, este fenómeno no es malo para el bosque, pero el problema es que, paralelamente, estas fincas se empezaron a aprovechar para construir grandes urbanizaciones de segundas residencias ( ver El icono histórico del enorme Mazinger Z de Tarragona ) y aquí es cuando la cosa se complica... y no poco.

Por mucho que se diga y se polemice al respecto, la realidad incuestionable es que el bosque mediterráneo (de hecho, ni ningún otro) no necesita al hombre para nada. La naturaleza es, de por sí, capaz de enfrentarse por sí sola ante los incendios y de reponerse de sus estragos -lo ha hecho durante millones de años-, e incluso de aprovechar el fuego en su propio beneficio (renovación de nutrientes, estrategias de rebrote, de reproducción...), pero la mano del hombre (ya sea consciente o inconsciente) distorsiona el panorama... ¿y quién es el principal afectado? ¿El bosque? No, el propio ser humano.

El 7 de agosto de 1979, a las 9.30 de la mañana, la tranquila y cálida mañana de verano se desperezó con un incendio forestal que empezaba casi simultáneamente en tres puntos cercanos a la cima del Puig Ventós, una pequeña colina de 185 m situada en la carretera entre Vidreres y Lloret de Mar, a unos 6 km de esta conocida población de la Costa Brava.

La zona, antaño rural y forestal, había sido abandonada en beneficio del próspero negocio turístico de la costa. Ello dejó el terreno libre para que, aprovechando la tirada de los turistas, aquellos terrenos acogieran gran cantidad de urbanizaciones que mezclaban las residencias de fin de semana junto con el paisaje verde del bosque mediterráneo asalvajado. Esta peculiar disposición hizo que, el día de autos, el incendio encontrara las condiciones más propicias para expandirse a toda velocidad, poniendo en serio peligro las urbanizaciones que había en los alrededores. No obstante, estábamos en plena Transición y los medios contra el fuego eran precarios no, lo siguiente. Baste como ejemplo que, el guarda antincendios ubicado en el castillo de Hostalric, durante años no tenía ni tan siquiera unos prismáticos, de tal forma que la seguridad forestal de la zona que "vigilaba" dependía exclusivamente de las dioptrías que gastara. Con eso y un par de Avemarías ya estaba todo bajo control. ¡Ole tú!

Así las cosas, conforme el fuego comenzó a progresar, la inquietud de los habitantes de las urbanizaciones fue en aumento. Inquietud que se convirtió directamente en pánico cuando el fuego puso cerco a la urbanización Lloret Blau y los bomberos aún no habían llegado. De hecho, los primeros camiones de bomberos llegaron hacia las 11 de la mañana, pero el incendio ya se había desbocado. Las 1.500 personas que allí vivían, visto el alcance de las llamas -que llegaron a alcanzar un frente de 15 kilómetros-, empezó a huir en desbandada. Unos se cerraron en sus casas y otros salieron pitando con sus coches particulares, pero la rapidísima progresión del fuego de este a oeste impulsado por el viento, pilló a tres familias entre dos fuegos. Abandonando los coches, huyeron por el único punto libre: el fondo de un torrente. Se convirtió en su sepultura.

Cuando hay un incendio, la tendencia que tiene el fuego es a seguir la dirección del viento y a subir las laderas de las montañas. En este punto, las vaguadas y valles de los riachuelos se convierten en auténticas chimeneas que canalizan el aire y remontan con extraordinaria virulencia cualquier orografía, por lo que meterse durante un incendio en uno de ellos es poco menos que un suicidio. Se recomienda por ello que, en caso de huida, antes de tomar el fondo de una riera se abandone el frente de fuego y se busque huir por la zona ya quemada, habida cuenta que, si ya está quemada, difícilmente volverá el frente. Sea como sea, las víctimas se metieron ellas solas en la boca del infierno donde, abrazados por el miedo, acabaron calcinados. No fue hasta las 4 de la tarde en que, revisando el paisaje desde la carretera los divisaron. Estaban a 30 metros de la carretera y los confundieron con troncos quemados.

El incendio, que se dio por extinguido el día 9 (dos días después) y se consideró provocado, acabó afectando a más de 1.000 hectáreas de bosque mediterráneo y a no menos de 5 urbanizaciones. Las víctimas, 13 de las cuales eran de Badalona y entre los que había niños de corta edad, disfrutaban de sus vacaciones en sus terrenos de la urbanización Lloret Blau. Una de las familias, que no tenía casa, hacía poco que se había comprado un terreno y habían aprovechado el espacio para hacer camping. Un trágico balance que pone de manifiesto que, por mucho que nos parezca que nuestros montes son poco menos que la Plaza Catalunya y que una tragedia semejante no nos puede volver a pasar, la naturaleza mediterránea, en verano, con gente y por mucha prevención antincendios que haya, es algo a lo que tener mucho respeto, cuando no miedo.

Y conviene no olvidarlo.


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