Mi interés por la nova —ahora vella— cançó duro algo más que lo que duran
dos peces de hielo en un whisky on the rocks, pero no mucho más. Sentí por ella
el interés lógico que podía sentir
cualquier adolescente catalán durante los años setenta, pero éste se apagó en
cuanto descubrí el rock; de pronto, Lou Reed, David Bowie, The Clash, Joy Division o Jim
Morrison se me revelaron como mucho más interesantes que todos aquellos
cantautores de pantalón de pana, rasgueos de guitarra viuda y versificación
previsible; y los bulliciosos chicos y las glamourosas chicas de la entonces recién estrenada movida
madrileña (que incluía a los barceloneses Loquillo y los Trogloditas y Los
Rebeldes) se me revelaron como muchísimo más divertidos.
De todas formas, en lo que respecta a la nova cançó, mis preferencias se
decantaban, más bien, hacia Jaume Sisa, Pau Riba (que en realidad no eran nova
cançó, eran un género propio, inclasificable, personal e intransferible) Quico
Pi de la Serra (por su conexión con el blues, que aún mantiene) y Joan Manuel
Serrat (porque… coño, es Serrat; ése juega en la liga de los Sabina, los Dylan
y los Cohen). Lluís Llach, en cambio, no fue santo de mi devoción ni siquiera entonces,
porque los excesos melodramáticos sólo los soporto en la ópera, y me cargan los
intérpretes que cantan como si alguien les estuviera arrancando los pelillos del escroto con unas pinzas de depilar. Además, nunca le perdonaré la forma
ignominiosa en que traicionó a Kavafis, cercenando versos de su Viaje a Ítaca e intercalando otros de su cosecha para cambiar estratégicamente el sentido del poema, el cual pasó a ser, de una oda a la sensualidad
y la joie
de vivre, una oda a la militancia nacionalista. Que, como tema
poético, es bastante más ramplón, aquí y en Ítaca. Eso sin mencionar que a
Kavafis, griego cosmopolita contento de ser egipcio, eso del nacionalismo se la
pelaba bastante.
Claro que esto es cuestión de gustos personales, y aunque el de Porrera me parezca una versión catalana de Camilo Sesto con
coartada progre, comprendo, aunque no
comparta, que para mucha gente, en Cataluña y en toda España (anda que no
vendía discos y no llenaba estadios en Madrid), pase por ser un poeta sublime y
un músico de una sensibilidad exquisita. Para gustos hay colores, y el mío sólo
es el mejor para mí. Y quien quiera conocer la poesía de Kavafis de
verdad siempre puede recurrir a los libros.
Por todo lo antedicho comprenderán que la noticia de que Llach se jubilaba
como músico me dejara bastante frío. Después se estrenó como novelista, con
discreto éxito; la lectura de los primeros capítulos de la segunda de sus obras (a más
no llegué) me hace sospechar que el
discreto éxito se debe, más bien, a motivos extraliterarios. Hasta ahora no ha
escrito nada más, lo que también me ha dejado
bastante frío. Algo más de calidez me provocó su entrada en política, aunque
fuera como buque insignia del soberanismo
(o como florero, pues no milita en ninguna de las organizaciones que
componen el bloque), a pesar de ser esa una opción por la que no me inclino. Pero pensé: bienvenidos sean los
intelectuales y los poetas, incluso los cursis, al prosaico mundo de la
política. Alguien como Llach, y al margen de en qué lado de la
bancada se siente, podría elevar el
nivel del discurso, que buena falta hace. Sí, eso pensaba.
Lo que no me esperaba es que fuera al revés, que en vez de elevarlo lo
rebajara aún más. Pues, declaración pública tras declaración pública, el otrora
sensible y poético cantautor se ha ido revelando como un político de supremacismos
rampantes, reduccionismos simplistas y, últimamente, hasta amenazas matoniles a
díscolos y disidentes (¡y a funcionarios públicos!). Suelen ser las suyas declaraciones que
traslucen un mecanismo razonador más simple
que el de un sonajero, y más propio de
un votante de Donald Trump que de un sensible poeta lector de Kavafis (aunque lo
traicione; no te lo perdonaré jamás, Manuela Carmena… digo, Lluís Llach). Quizá sus más veteranos fans prefieran el
Llach de antaño, el de L’estaca, al
de hogaño, el del estacazo. Yo, la verdad es que no sé qué decir. Un político
cazurro más o menos, habiendo tantos, ya no me viene de aquí. Y al menos ahora no
canta…