Revista Deportes
He asistido durante dos días seguidos (9 y 10 de noviembre de 2006) a los recitales que ha dado Lluis Llach la semana pasada en Madrid como parte de su larga y serena despedida de los escenarios. Hace más de 30 años estuve en el Palau d'Esports de Barcelona en aquel mítico “gener del 76” con el que algunos comenzábamos a tomar conciencia de lo que significaba realmente el 20-N en nuestras vidas. Ya había descubierto unos años atrás que su voz, su música y sus palabras provocaban en mi interior un extraño temblor que armonizaba bien con los muchos terremotos de mi adolescencia y dibujaba alas en mi pensamiento y me hacía madurar comprendiendo algunas cosas más allá de las engañosas apariencias contra las que intentaba soñar mi infancia en los años sesenta. Hoy es mi cumpleaños. Y me ha sobrecogido redescubrir, en esta perspectiva larga de vivencias en el tiempo, que la más intensa de las militancias posibles es serena, lúcida, persistente, armoniosa, más sonrisa que puño, pero muy esquiva a concesiones banales. Lo verdadero no deja lugar a artificios ni argumentos complicados. Se expande como un aroma, como una humedad, y lo impregna todo, lo ilumina, lo dignifica. Y al mismo tiempo lo hace más sencillo, más cercano, más palpable. Las paredes del Teatro de Madrid, como el aire de aquel estadio o el de mi habitación cuando era estudiante, vibraban en estos días de nuevo con la voz de la sinceridad cantada. Las paredes de nuestro teatro interior sencillamente desaparecían. Me sentí transparente, líquido que se evapora, sonrisa de niño entre la brisa y el oleaje, militante de la vida estremecido por una caricia lenta y cálida, pálpito puro. Y volví a tomar conciencia de la fuerza que algunas canciones de Lluis Llach habían cultivado en mi pecho, en mi sensibilidad y en mi siempre incipiente posibilidad de inteligencia desde que era adolescente y daba mis primeros tropezones en la radio y en el teatro a mediados de los años setenta. Lluis Llach fue mi maestro entonces y lo sigue siendo ahora. Porque desde una sonrisa irónica y tranquila mantiene el discurso de la poesía y del amor sin pretensiones ni alharacas, y en él marca distancias cósmicas con la mediocridad, la mentira, la cobardía, la pereza, la estupidez… Porque me hace saber siempre que soy de izquierdas porque ése es el lado del corazón y algún día seremos capaces de actuar desde ese lugar sin perdernos por el camino en la hiedra a veces farragosa de las palabras. Porque el mundo debe cambiar y ese cambio es posible. Porque lloré entonces y lo sigo haciendo ahora cuando le escucho cantar, sencillamente porque se me resquebrajan las mentiras con las que me disfrazo y escondo. Y porque me siento así más cerca de eso que Lluis Llach llama “el ser humano” y que se me dibuja quizás más como una idea revolucionaria que como una realidad palpable. Por alguna sutil intuición o inspiración esa idea adquiere una entidad luminosa y esperanzadora a través de sus canciones. De hecho Lluis Llach nos hace más humanos, más verdaderos. No tengo palabras para agradecérselo. Y desde esa impotencia me guardo una lección de amor que he aprendido con él y que ya forma parte de mi vida para siempre. Y creceré con ella, y volveré a sus canciones para seguir aprendiendo a mirar a los ojos desde el corazón, y me sorprenderé a cada instante con la fuerza de mi propia rebeldía, y seré absolutamente feliz tarde o temprano porque habré conocido y compartido la militancia lúcida de la ternura. Voy a buscar ese vino que ahora cuida Lluis Llach en Porrera. Y brindaré por un amanecer húmedo y brillante en esa ventanita que nos han abierto sus canciones en el alma desde la que podemos ver con claridad y en paz la luz del horizonte.