El día ha nacido gris, encapotado de nubes, un amanecer de oscuridad violácea que apaga la claridad del alba. La cortina de lluvia recubre el aire. Al fondo, el mundo es un borrón húmedo. El agua vela la luz y los colores se deslavan. ¿Se esfuman? No, sólo se resguardan.
Las gotas se deslizan en el viento. Antes de desprenderse se enganchan por última vez al cielo. Al soltarse, le arrancan una pieza que esconden en el interior de su esfera. Caen. A ratos vuelan, a ratos flotan. Se acercan deprisa al suelo. Rebotan sobre las hojas, se deslizan por las ramas y se cuelan por las grietas. Al chocar contra la tierra, se rompen en mil pedazos y el cielo que contenían se libera. Los añicos salpican el aire, algunos buscan dónde posarse para descansar y el paisaje reluce dormido bajo el barniz de humedad. Los charcos de espejo reflejan el azul del cielo.
Las nubes se abren y se alejan. Vacías, se tornan blancas, pequeñas, transparentes y ligeras. El viento las empuja y se las lleva. El sol se asoma y el aire resplandece con las chispas derramadas que la estrella reclama.