El fin de semana había sido tórrido. El calor fue insoportable, casi 40 grados en un diciembre que derretía a las personas, y a los autos. La cosa no parecía mejorar el lunes arrancó con casi 30 grados de temperatura al amanecer. Todo presagiaba que el primer día hábil de la semana sería más pesado que tener una vaca a upa.
Ernesto fue como todos los días a trabajar a su empresa de fletes y envíos al interior que había heredado de su padre, y su padre había heredado de su abuelo. Lo que se dice una empresa familiar con más de 70 años en el rubro. La experiencia adquirida era muy alta y con el correr de las décadas acumularon empleados y vehículos. Pero no era una gran empresa, diríamos que era una pyme o sea una empresa mediana familiar con un trato directo con sus trabajadores.
Pero el calor, ese lunes, era un verdadero infierno. Buenos Aires en los veranos se está convirtiendo en una ciudad tropical, con días de extremo calor que suelen desembocar en lluvias torrenciales con un marcado descenso de la temperatura. Ernesto solía decir “el que sobrevive en Buenos Aires puede vivir en cualquier parte del planeta”. Porque al excesivo calor agréguenle una gran dosis de humedad, por ese ancho río que baña las costas de la ciudad y tiene el cóctel servido en bandeja. Realmente el clima puede ser una sopa caliente en pleno verano ciudadano.
Sin embargo había que cumplir con los clientes y Ernesto salió, transpirando, hacia la oficina de la empresa familiar. Hacia años que ya no salía manejando las camionetas, o los camiones, para transportar la carga, los paquetes o hasta las encomiendas que los clientes enviaban hacia destinos del país. En las últimas décadas habían incorporado el servicio expreso de encomiendas primero dentro de Buenos Aires y luego a sus alrededores, hasta alcanzar diferentes provincias del país.
El fin de año se acercaba y el trabajo aumentaba notablemente, como el calor. Luego vendrían los meses del verano, un poco más descansados. Pero diciembre solía ser intenso. Ernesto ya había tomado la decisión, luego de varias décadas de trabajo, de tomarse las cosas con calma. Desde muy joven había estado ligado a la empresa familiar y sabía que, a veces, el trabajo era muy duro. Pero al fin y al cabo era lo que le daba de comer.
Ese lunes de finales de diciembre no era la excepción por la cantidad de trabajo. Estaba al punto de saturación, ya no tenía vehículos disponibles para hacer envíos o fletes de ningún tipo. Salvo la vieja y querida Ford F-100 que su padre había comprado cuando Ernesto era chico. La F-100 estaba allí guardada en el galpón de la empresa con el logo pintado en sus puertas, como esperando un trabajo que la sacara de las eternas vacaciones.
Ese lunes estaba a punto de volver a la actividad como en sus tiempos de gloria. Cuando la nafta no era tan cara y comprar una camioneta con motor V8 no era nada raro. Hoy nos parece un traga surtidores y por eso muchas de esas camionetas, si conservan su motor original, usan GNC (Gas Natural Comprimido) una forma barata de seguir andando en un vehículo fiel y totalmente confiable.
Allí estaba, impecable como siempre, la F-100. Ernesto la veía siempre desde la ventana de su oficina. Cada tanto la sacaba para hacer algún viaje pero no muchos porque seguía a nafta como siempre. Ernesto sostenía que “el gas es para las cocinas”. Pero a esta altura de la circunstancia ya estaba pensado seriamente en colocarle un par de tubos de GNC. Mientras pensaba eso la miraba desde su oficina, pero lo que lo detenía era la memoria de su padre que no estaría muy contento con esa modificación. Los tiempos cambian y las personas también.
Sonó el teléfono y Ernesto atendió. Era un cliente que necesitaba llevar una heladera que recién había comprado. La anterior se murió por cortes de energía. La heladera, del cliente, no había soportado los reiterados cortes de luz. Con el calor de diciembre el cliente no podía quedarse sin algo frío que consumir. Digo cliente por el que llamaba era un viejo conocido de la empresa de Ernesto. Solía hacer envíos al interior del país por su negocio de repuestos de autos, en especial de los modelos clásicos. Este cliente le había conseguido más de una vez repuestos para la vieja F-100.
“No tengo ningún vehículo. Todos están en la calle o en viaje”, le dijo Ernesto al cliente. “¿También salió la Ford?, preguntó el cliente desde el otro lado del aparato. “Pablo sabes que la Ford no sale porque está a nafta”, le contestó Ernesto. “Mándamela, te pago la nafta aparte”, le dijo Pablo, el cliente. “No tengo choferes”, le respondió Ernesto.
Pablo le preguntó sino tenía a nadie más en la oficina para dejar, en caso de que alguien llamara. Ernesto le dijo que sí. Que estaba Alcira, la vieja empleaba que estaba en la empresa desde tiempos en que su padre estaba al frente de la empresa. Alcira era como una tía para Ernesto. Desde que nació Ernesto estaba en la empresa y eso había sido unos cincuenta años atrás.
“Está bien voy yo”, le dijo Ernesto. Y se preparó para salir con la vieja Ford a ese tórrido lunes de diciembre. La Ford lejos estaba de tener aire acondicionado, como tenía en la oficina, pero Pablo era un cliente de toda la vida y su repuestero de cabecera. Tomó las llaves del gran tablero, que en ese momento solo tenía colgada las de la vieja F-100. “Alcira me voy con la Ford a llevar una heladera a la casa de Pablo”, le dijo Ernesto. A lo que sumó, mientras salía, “en una hora vuelvo”. Pero no sería así.
Como siempre giró la llave de encendido y el motor V8 arrancó sin ningún problema. No era necesario calentar el motor. La temperatura en el galpón debía estar por encima de los 40 grados. Salió despacio a la calle buscando la casa de artículos para el hogar donde lo esperaba Pablo con su heladera nueva. Efectivamente Pablo, y la heladera flamante, estaban en la vereda esperando la Ford para realizar el transporte.
Ernesto se bajó de la F-100 diciendo “no traje peón porque todos están con viajes”. “No importa”, respondió Pablo, “entre los dos la subimos a la caja”. “Ya no pesan como las heladeras viejas”, acotó Pablo. Entre los dos subieron la heladera a la caja de la Ford. “¡Qué bien embalada que está!”, exclamó Ernesto. Fue ahí que Pablo le contó que el vendedor le dijo que esos embalajes nuevos aguantaban la lluvia a la intemperie.
“Lo vamos a necesitar. Se viene una tormenta negra del lado del río”, dijo Ernesto. Pablo le dijo que esperara a que fuera a buscar su auto que lo tenía estacionado a la vuelta. Ernesto terminó de atar la heladera para que no se moviera durante el viaje. Su padre le había enseñado de muy chico a amarrar objetos, bultos y cajas dentro de los vehículos de la empresa familiar. Lo cierto que Ernesto estaba un poco oxidado, de tanto estar sentado detrás de un escritorio en la oficina, pero ciertas cosas no se olvidan nunca. Tal vez falta algo de práctica en el arranque, pero una vez entrado en temperatura las cosas comienzan a salir como antes, como andar en bicicleta luego de varios años de no hacerlo.
Justo que terminaba de atar la heladera y cerrar la puerta de la caja de la F-100, vio que Pablo daba la vuelta en la esquina en su auto nuevo. Este modelo no lo conocía. “Cambiaste el auto”, le dijo Ernesto a Pablo cuando éste se acercó donde estaba estacionada la camioneta. “El que tiene plata hace lo que quiere”, sonrió desde el interior del auto mientras bajaba el vidrio del acompañante.
Ernesto puso en marcha la Ford y le dijo a Pablo que fuera adelante para indicarle el camino. Hacia años que conocía a Pablo, pero no sabía donde vivía. Solo lo veía en la oficina de su empresa o en el negocio, de él. “Tenemos un viajecito, vivo en un country en la zona norte”. Claro, pensó Ernesto con ese auto no puede vivir en otro lado. Además con lo que gana con los repuestos me imagino cómo será la casa de grande.
Arrancaron, Pablo adelante con su auto de alta gama y Ernesto con la vieja Ford detrás. Cada vez el cielo se ponía más negro y amenazador. La tormenta que avanzaba desde el río cada vez se veía más grande. No pasaron más de veinte cuadras cuando el cielo se abrió. Sí, literalmente. No llovía era un río que caía sobre la ciudad. Ernesto pensó en la heladera que viajaba atrás en la caja y la miró para ver cómo la trataba la lluvia. Pero la verdad que el envoltorio de plástico parecía muy resistente a la lluvia. Para sus adentros pensó que al menos Pablo tendría una heladera nueva… y lavada por la intensa lluvia.
Los limpiaparabrisas de la F-100 comenzaron a ser poca cosa para la catarata de agua que caía desde el cielo. Lo único que falta es que caiga piedra, pensó Ernesto. Hay cosas que mejor ni pensar. Terminó de pensar eso cuando comenzó a caer un granizo muy tupido que convirtió el techo de la Ford en una sonora caja de metal. “¡La heladera!”, gritó Ernesto y se dio vuelta. Por suerte la heladera tenía la parte superior, debajo del plástico, recubierta con una placa de telgopor que encajaba a la perfección. Al menos la piedra no dejará sus marcas sobre la heladera, pensó Ernesto, pero el auto caro de Pablo no soportaría el castigo del cielo.
En eso vio como Pablo se subía a la vereda en busca de un toldo de chapa que resguardara de la pedrada a su flamante auto de alta gama. El granizo no solo era muy tupido, sino que ahora era más grande y encima la temperatura exterior había bajado como cinco grados, por lo menos. Espero que esto pase pronto porque no sé cuando más aguante la chapa de la Ford, pensó Ernesto buscado un lugar donde parar un rato. Un viejo y tupido árbol fue el refugio hasta que la piedra dejara de azotar a la ciudad en ese tórrido lunes, aunque ahora ya era un templado lunes.
El granizo cesó, pero la lluvia no amainó en lo más mínimo. Ernesto vio por el espejo retrovisor que Pablo ponía marcha atrás y reanudaba la marcha hacia el country en el norte del conurbano. Ernesto lo siguió, aunque lo tenía adelante solo veía las luces traseras. Tan intensa era la lluvia. Apenas veía la punta del capot. El frió comenzó sentirse y los vidrios comenzaron a empañarse. “Qué más puede pasar hoy”, pensó Ernesto. Todavía faltaba otro ingrediente, como en las comidas, ese toque que le da el sabor final.
El agua fue el ingrediente. Tanta que cayó del cielo y tanta que buscaba un lado para escurrir. Un tema ciudadano en estos tiempos que corren de climas subtropicales o algo parecido. Como era lógico, si cae mucha agua y no tiene donde ir, se acumula. Y si se acumula mucha, la ciudad se inunda. ¿Les suena parecido?
Las calles comenzaron a llenarse de agua, pero los dos vehículos seguían avanzando. Pero ya el nivel del agua sobre el pavimento no dejaba ver el cordón de las veredas y la cosa seguía empeorando. “Ya va a parar”, pensaba Ernesto que a esta altura estaba tenso por la situación climática. En eso que estaba sumido en ese pensamiento ve como avanzaba por la derecha, en la calle transversal un contenedor de basura de plástico. Iba directo a darle de lleno al auto de Pablo. Pero este lo debe haber visto porque aceleró justo cuando el contenedor desbocado cruzo la bocacalle a toda velocidad y eso que el semáforo para él estaba en rojo…
Todavía funcionan los semáforos, pero nos sería por mucho más tiempo unas cuadras más adelante y dejaron de hacerlo al unísono. No solo los semáforos sino que el alumbrado público se fue a dormir. Porque dada la oscuridad reinante, por el cielo negro, se había encendido como si de la noche se tratara, pese a que todavía no eran las 11 de la mañana.
La situación empeoraba minuto a minuto y Ernesto pensó cuánta más agua aguantaría el auto de Pablo. En eso ve que Pablo se sube a la vereda y para el auto. Los celulares habían dejado de prestar su útil servicio por la tormenta eléctrica. Pablo bajando el vidrio de su lado le gritó a Ernesto, “esperemos un rato a que baje el agua”. Pero la lluvia no aflojaba sino todo lo contrario, ahora caía más agua que hacía diez minutos. Luego de la pedrada era como si el cielo hubiera abierto todas las compuertas de una gran represa desbordante de agua.
Mientras Ernesto esperaba estacionado junto a la vereda que pasara el vendaval sintió un golpe en la parte trasera de la Ford. Apenas podía ver por los vidrios empañados. Buscó la franela en la guantera y despejó la luneta trasera para ver que pasaba. Con sorpresa vio que el auto estacionado detrás de él lo estaba chocando. No había nadie adentro, simplemente era tanta el agua que el auto comenzó a flotar. La F-100, que seguía con el motor encendido, no flotaba por su peso.
Ernesto puso primera y lentamente sintió un nuevo topetazo del auto estacionado, o flotando, detrás suyo. Bajó la ventanilla de su lado y trató de mirar en la intensa lluvia y para su sorpresa vio que eran varios los autos que flotan a la deriva en esa cuadra. Sacó del lugar la camioneta encaró al medio de la calle. El auto que estaba detrás de él tomó camino y se fue flotando calle abajo. Detrás lo siguieron los otros autos que estaban estacionados en la misma cuadra. Eso era lo que temía Ernesto que los demás autos estacionados lo terminaran por empujar calle abajo.
Puso marcha atrás y retrocedió hasta el lugar donde se había subido a la vereda Pablo. El agua ya le llegaba a la puerta y seguía subiendo el nivel. “No para de llover la puta madre”, grito Pablo desde dentro de su auto, cuando vio que Ernesto retrocedía por la calle.
La situación empeoraba segundo a segundo. “¿¡Qué carajos voy hacer!?”, se preguntó en un grito, dentro de la cabina de la Ford, Ernesto. Mientras los demás autos de la cuadra comenzaban a navegar al garete chocando entre sí o incrustándose en los frentes de las casas y comercios. En eso se dio cuenta que el auto de Pablo se movía. No porque lo condujera Pablo, sino porque comenzaba a flotar como los demás, pese a estar sobre la vereda.
Esto va de mal en peor pensó Ernesto para sus adentros. En eso recordó lo cómodo que estaba en su oficina hasta que recibió el llamado de Pablo en la mañana. La mañana temprano parecía, a esta altura de las circunstancias, la semana pasada. El agua ya había llegado a la mitad de la puerta del auto de Pablo y cada vez se bamboleaba más con el agua. El agua para ese instante ya tenía olas producto de los demás autos que flotaban a la deriva y que venían de las otras cuadras de la calle.
Ernesto seguía con la Ford en marcha en medio de la calle, que era la parte menos profunda por el abovedado que presentaba. Un ojo lo tenía en el auto de Pablo, que en un momento dado se iría con los demás vehículos. El otro ojo lo tenía clavado en el espejo retrovisor para adelantarse a otro auto chocador y flotador. En esas instancias tensas estaba Ernesto cuando pasó lo que tenía que pasar. El auto de Pablo giró y el agua comenzó hacerlo flotar como todos los demás, menos la F-100.
Pero no flotaba en la dirección de circulación de la calle, se había girado y se iba de cola calle abajo. Ernesto puso primera y comenzó a seguir al auto de Pablo. Nunca supo porque hizo eso, pero eso fue de gran ayuda para Pablo. Un ojo en la calle y el otro en el auto que navegaba de culata, sobre la vereda. Por suerte para Pablo no había nada sobre la vereda que impidiera su navegación. Lentamente el auto de Pablo comenzó a desviarse hacia la calle como buscando abandonar la vereda. “Ahora es la oportunidad”, pensó Ernesto y arrimó lo más que pudo la F-100 al cordón. Rogaba que no hubiera nada que pinchara un neumático y menos aún una alcantarilla abierta.
Pablo dentro del auto estaba desconcertado, pero sin entrar en pánico. Como el sistema eléctrico del auto, de alta gama, estaba todavía intacto le permitió abrí el techo de vidrio. El motor seguía en marcha. Cuando Ernesto vio que el techo se corría adivinó la movida de Pablo. Buscaba una vía de escape para su auto caro y flotante. Al abrir el techo un torrente de agua cayó sobre el habitáculo, eso era inevitable. Antes de abandonar el auto Pablo detuvo el motor, no tenía sentido dejarlo en marcha a la deriva.
El auto se puso a la par de la Ford y la tocó en su lado derecho. Ernesto lentamente giró el volante para que ambos vehículos se pusieran en paralelo. Pero notó que tendía a seguir su marcha. Entonces se adelantó un poco para sobrepasar algo la cola del auto de Pablo para tratar de frenarlo durante unos instantes. Esos instantes serían decisivos para Pablo que comprendió la maniobra de Ernesto. Cuando notó que el auto no avanzaba más y se había clavado, por un momento en la trompa de la Ford, no lo pensó dos veces y se soltó el cinturón de seguridad. Acto seguido se paró sobre el asiento de cuero negro y buscó el escape por el techo corredizo.
Por suerte Pablo estaba en forma, se cuidaba y hacía actividad aeróbica. Además no estaba para nada gordo. Se diría que su cuerpo era atlético. Eso le ayudó a salir rápido del auto y deslizarse por el parabrisas. Aferrado al borde del techo del auto calculó que distancia tenía con la caja de la Ford. Esa era su salvación, allí donde la heladera nueva soportaba estoicamente la lluvia torrencial.
Ernesto que rápidamente comprendió lo que Pablo quería hacer mantenía el auto frenado y de esta forma permitirle el abordaje a la caja de carga de la Ford. Cuando estuvo seguro Pablo se soltó del techo y buscó asirse de la caja de la F-100. Lo logró y de un salto se puso al lado de la heladera. “Estoy a salvo”, pensó Pablo. En eso Ernesto vio que Pablo ya estaba en la caja y dejó que el auto siguiera su camino o mejor su curso de navegación.
Cuando logró la maniobra y llevó a la Ford al centro de la calle bajó el vidrio del acompañante para que Pablo pudiera entrar. Era imposible abrir la puerta, el agua ya le llegaba a la mitad. La agilidad de Pablo era evidente ya que sin mucho esfuerzo logró colarse en la cabina de la camioneta. Claro que estaba como si hubiera salido de la ducha, nada más que con la ropa puesta. Eso sí sin los zapatos que habían quedado en el interior de su auto que ahora flotaba como enloquecido hacia la bocacalle
En la bocacalle otro auto lo chocó de lleno en el medio y ambos se fueron hacia el negocio de la ochava. Que parecía ser un maxi quiosco. Los autos entraron de lleno en el local haciendo un destrozo masivo. La calle se lleno de caramelos, alfajores, chocolates y cigarrillos que comenzaron a flotar con rumbo desconocido. “Me salvé de morir atropellado”, dijo Pablo. “¿Y tu auto?”, preguntó Ernesto. “La verdad no me gustaba mucho. Lo compré más que nada por negocio”, dijo Pablo. “No te preocupes que tengo un seguro que me va a pagar uno mejor que ese”, acotó Pablo.
“Me salvaste la vida. Te debo una”, le dijo Pablo a Ernesto. “En realidad te salvamos la Ford y yo”, le respondió Ernesto con una sonrisa. Ahora debían seguir el camino al country con la heladera a cuesta. El plan inicial de hacia nada más que un hora atrás, aunque parecía que había sido la semana pasada.La Ford seguía su marcha lentamente pero a paso firme por el medio de la calzada y esquivando, de vez en cuando, a un auto flotador enloquecido. Lo peor de todo era cruzar las bocacalles.
Lo bueno de todo era que estaban dejando atrás la zona baja de esa parte de la ciudad, pero la lluvia no retrocedía ni un tranco de pollo. Pero lo mejor, de lo malo de la situación, era que Ernesto contaba con un copiloto despierto, pero empapado, a la hora de cruzar las calles.
Ahora el agua, en esta zona, había bajado notablemente y la Ford seguía su marcha imperturbable. Cuando las cosas comenzaron a aflojar un poco Pablo le preguntó como era que el motor de la Ford seguía en marcha. “Es que tengo la práctica de rociar con aceite en aerosol todo el cablerio y el distribuidor”, dijo Ernesto. “Este bicho no tiene nada de electrónica”, le acotó a Pablo. Y era cierto.
La lluvia comenzó a mermar luego de dos horas de llover como si Noé lo hubiera pronosticado. Ya faltaba poco para llegar a la casa de Pablo. Y en ese lugar parecía que no había llovido tanto. Lentamente la lluvia cesó y aunque no lo puedan creer el cielo comenzó a abrirse y unas tímidas nubes blancas aparecieron. Para cuando llegaron al country el sol brillaba en el cielo. Recién habían pasado unos minutos de la una del mediodía.
Al llegar al puesto de entrada, como era de esperar, el personal de seguridad detuvo la camioneta con los dos hombres a bordo. Pero cuando el agente de seguridad iba a comenzar con su clásica perorata de a dónde iban y qué traían, aunque a simple vista se veía en la caja de la Ford la heladera nueva lavada, vio a Pablo. “¡Buen día señor Gutiérrez!”, dijo obsequioso el vigilador. “Pase, nomás”, dijo y acto seguido levantó la barrera de la entrada.
Como esperaba Ernesto la casa de Pablo era la más grande del barrio cerrado. Estacionaron en la entrada y se bajaron para descargar la heladera. En eso salió la esposa de Pablo, para ver quién era el que venía en esa vieja camioneta. “Ah, sos vos amor”, dijo la mujer. “¡Trajiste la heladera nueva!”, gritó exaltada. “¿Por qué estás mojado y sin zapatos?”, le preguntó a su marido. Pablo miró a Ernesto y luego girando la cabeza hacia su esposa le contestó, “después te explico”.
Mauricio UldaneEditor de Archivo de autos
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