Argimiro entró en la consulta amilanado, con temor. Llevaba una serie de días con dolor en salva sea la parte. Por fin decidió hacer caso a Mariana quien, desde hacía ya meses, si no años, se lo llevaba advirtiendo: «Así no podemos seguir, Miro. Sobre todo tú. Noto que sufres y, pese a eso, no quieres acercarte al médico». Y es que a Argimiro, tan liberal y lanzado para otras cosas, le daba una tremenda vergüenza ir al urólogo para contarle que la cosa ya no era como antes.
—Pasa, pasa, Argimiro, cuéntame. ¿Qué te ocurre? —con estas palabras recibió Antoñito al apesadumbrado hombre que acababa de entrar en el despacho.
—Buenas, doctor y… compañía. —tartajeó Argimiro al ver que don Antonio Turrión, el joven y afamado urólogo, le recibía acompañado de dos jóvenes chicas con bata blanca, seguramente estudiantes de los últimos cursos de la facultad de Medicina o, quizás, médicos internos residentes que iban pasando por las distintas especialidades a fin de tener contacto real con la que sería en el futuro próximo su profesión.
—Hola, Argimiro —contestó Antoñito al azorado paciente—. No te preocupes por estas dos personas. Son Pilar y Nieves, estudiantes en prácticas de la especialidad de urología. Quieren empaparse de conocimientos y, al asistir a las consultas para ver in situ las problemáticas de los enfermos, la actuación de los profesionales será de gran ayuda para su formación.
A Argimiro esta presentación y las palabras que el doctor empleó para explicar la presencia de esas dos testigos incómodas no le tranquilizó ni un poquito así. A punto estuvo de salir por patas de la consulta. Sin embargo, el dolor, la incomodidad que sentía en la entrepierna, era tan fuerte que decidió tirar p’alante.
—Bueno, cuéntame, Argimiro, ¿cuál es tu problema? —afable, el especialista quiso transmitirle tranquilidad con sus palabras y el tono de voz.
—Doctor, la verdad es que no sé cómo decírselo, ni por dónde empezar.
—Venga, no te preocupes. La primera vez que se viene al urólogo a muchas personas, en especial a los hombres, les sucede lo que a ti. El nerviosismo les puede y les paraliza. Son tantas las leyendas que corren por ahí, y son tantos los miedos que, de siempre, irracionalmente se tienen hacia nosotros que entiendo perfectamente tu estado de nervios. Mira, si te parece soy yo quién te irá haciendo preguntas y tú simplemente las vas respondiendo. ¿De acuerdo?
Argimiro, mirando a Pilar y a Nieves que hablaban entre ellas ajenas por completo a la conversación médico-paciente, respondió con un hipado y sibilante «Síííí…».
—Veamos, Argimiro, ¿orinas con mucha frecuencia por la noche?
—Bueno, doctor, pues no mucho, vamos creo yo. Eso sí todas las noches me levanto una vez al baño, eso es impepinable.
—Bien, bien. ¿De día, cada cuanto tiempo acudes al servicio?
—Pues ahora mismo no sabría decirle. Quizás cada tres o cuatro horas. Bueno, eso si no me he tomado unas cervecitas, claro. Y es que, usted sabe, doctor, a mí la cerveza me encanta. Raro es el finde que no caen seis o siete jarras, más incluso si la lluvia así lo exige o si me lío por alguna razón. Y le digo que tengo tendencia a liarme…
Parecía que Argimiro había perdido la conciencia de donde se encontraba. De hecho las dos muchachitas, que al oír sus últimas palabras le estaban prestando atención, habían desaparecido de su vista. Ahora sólo estaban él y algún amigo de los muchos que él afirmaba tener en el bar, al que por costumbre acudía desde siempre. Don Antonio ahora era cualquiera de aquellos que con los codos colocados sobre la barra del establecimiento decían «Pon otra» y «Cóbrate» con una celeridad que para sí querrían no pocos profesionales del reparto de paquetería.
—O sea que eres bebedor, ¿no, Argimiro?
—Hombre, doctor, bebedor, bebedor… No, para nada. Yo bebo lo normal, ya le digo, seis o siete cervecitas los findes antes de cenar y si me lío («la verdad es que por H o por B pocos fines de semana son los que no me lío») pues luego tres o cuatro cubatitas. O sea, como comprenderá, lo que cualquier persona.
—Hombre, Argimiro, qué quieres que te diga, a mí me parece algo excesiva la familiaridad que mantienes con el alcohol. La vida se puede vivir igual, incluso mejor, sin tóxicos, ¿no lo crees tú así?
—Doctor, sus palabras me hacen recordar el chiste aquel del enfermo que tras decirle el profesional que dejase de beber, de fumar y de ir con mujeres, a la pregunta de «¿y viviré más así?», el médico le responde eso de «No, pero se te hará más largo». —Y Argimiro, habiendo entrado ya en confianza, no pudo controlar una ineducada carcajada que sorprendió a las tres personas que, atónitas, escucharon la tan conocidísima gracieta.
—Venga, volvamos a lo que nos interesa, Argimiro —le interrumpió don Antonio que veía que la consulta se le estaba yendo de las manos—, ¿tienes dificultad para comenzar la micción o te quedas insatisfecho cuando la finalizas?
—No le entiendo, doctor —exclamó Argimiro mostrando en su rostro una inmensa ignorancia. Fueron precisamente Pilar y Nieves, las que vieron oportuno intervenir en ese momento para demostrar al maestro urólogo sus conocimientos. Así que, dirigiéndose al paciente, casi al unísono dijeron:
—Micción es el proceso por el que la vejiga urinaria se vacía de la urea que contiene. Vamos, Argimiro, miccionar es hacer pis, hacer pipí, orinar o en otras palabras, mear, vaciar, desaguar, evacuar, regar, soltar el chorro, llover…
Fue escuchar las últimas palabras y Argimiro pareció retomar el contacto con el mundo del que se había evadido poco tiempo antes. Su expresión cambió por completo. La tristeza y la cara de preocupación se adueñaron de la situación. Por eso estaba allí. La verdad es que había olvidado que fue precisamente Mariana la que le aconsejó visitar al facultativo al observar su desusado comportamiento.
—Así no puedes seguir, Miro —le había dicho la mujer en más de una ocasión—. Cada día el asunto funciona peor. Sabes que a mí el gusto que me produce es el justito, pero si además te veo racanear, entonces, pues qué quieres que te diga. Yo así no puedo, ¡y no quiero!, continuar —vino a concluir Mariana, levantándose de donde estaba y saliendo de la habitación con cara de pocos amigos.
Era evidente que para ellos la época dorada de vino y rosas había finalizado, llegado a su fin. Argimiro disfrutaba mucho cuando la lluvia los regaba con gracia, con la fuerza justa, pero de un tiempo a esta parte la sequía, la lluvia cicatera, también parecía haber llegado a esta parte. Ya no caía con la gracia de antaño y lo que era peor ya no hacía la gracia de antes. Es más, en palabras de Mariana, era una auténtica mierda. Si de siempre le había parecido una práctica cochina y algo obscena ahora es que le cabreaba un montón.
—¿Te das cuenta, Argimiro, cómo dejas de sucio y de maloliente el plato de ducha? —le gritó un día, ella, fuera de sí—. Es que no tienes remedio. Antes, bueno, vale, nos duchábamos juntitos y, bien, ambos nos reíamos al tiempo que nuestras lluvias doradas caían rápidas y enérgicas sobre y entre nuestras piernas. Bastaba luego con enjabonarnos bien y a disfrutar, chico. Pero ahora es que es un asco, pareces un grifo estropeado que gotea sin fin y sin control alguno. Yo así no puedo seguir y tú, muchísimo menos.