Revista Cultura y Ocio

Lluvia fina - Luis Landero

Publicado el 09 abril 2021 por Elpajaroverde
«Ahora ya sabe con certeza que los relatos no son inocentes, no del todo inocentes».

Es Aurora quien por fin sabe, aunque supongo que, como depositaria de las diferentes versiones del relato familiar, en realidad hace ya tiempo que sabía. Lo que sí puede ser es que ahora que la ha vencido el cansancio, que la extenuación del peso de las palabras ajenas la ha rendido, haya tomado por fin conciencia de este conocimiento. Y tomar conciencia de algo es algo así como poner ese algo de lo que inconscientemente ya se sabe en palabras, aunque esas palabras, en el caso de Aurora, se queden para sí y nadie más las escuche porque Aurora no sabe pronunciarlas, porque no tiene la capacidad de componer su propio relato y comunicarlo. Claro que, si así lo hiciera, dudo mucho que encontrara alguna oreja presta a escucharla, pues las orejas que la rodean están demasiado ocupadas escuchándose a sí mismas, regalándose con sus propios relatos carentes de inocencia. Aun así, un relato sin público está condenado a extinguirse, necesita a alguien ajeno a sí mismo para reafirmarse, y ese alguien no podría ser otro que la buena de Aurora. Siempre le ha ocurrido así. Siempre ha despertado en los demás el sentimiento de ser alguien en quien se puede confiar, alguien digno a quien confiarse y con quien confesarse. Y así es como Aurora se convierte en la depositaria de las diferentes versiones del relato familiar, de un relato que ni siquiera es el de su propia familia, de un relato que es el de la familia de su marido. Día tras día, mes tras mes, año tras año la permeable Aurora bajo las palabras del relato de la madre, de la hermana, de la otra hermana, del marido propio, palabras que son como la lluvia fina del título de esta novela de Luis Landero, con más efecto del que cuando se arrojan pretenden tener.

Lluvia fina - Luis Landero«Si en el mundo reinase la inocencia, todo sería lícito», se excusa de sus reprobables actos uno de los personajes de este libro. Y, aunque esos actos no tienen nada que ver con las palabras, no puedo evitar pensar en si el hecho de que quien profiere un relato lo suelte al libre albedrío solo con la intención de convertirse en príncipe o princesa del mismo y sin prever el daño que el mismo puede hacer al resto del elenco, lo exonera de toda culpa sobre el hecho de que alguien pudiera acabar encerrado en las mazmorras del cuento. Y es que aunque «todos tenemos dentro un montón de palabras que son como fieras enjauladas y hambrientas que están rabiando por salir a la luz», no es menos cierto que en el fondo intuimos «que los relatos no son inofensivos, y menos aún cuando se entrelazan como en una rebatiña de perros donde todos se disputan a dentelladas los magros huesos de la verdad. Mejor no hablar, mejor no remover las aguas siempre voraginosas del pasado».

Pero Gabriel... Ay, Gabriel.

A Gabriel «le gusta más soñar la vida que vivirla». Gabriel es un hombre pegado a un discurso. Gabriel ha abrazado su discurso y ahora no sabe cómo adjurar de su fe. Gabriel se defiende de los relatos ajenos porque reniega de tener uno propio. Gabriel es el filósofo de la felicidad. Gabriel es el escéptico que no desea desear. Gabriel y su fracaso y su aburrimiento. Gabriel sin un relato que contar. Gabriel, que conoció a Aurora. Gabriel y Aurora, que paseaban e iban juntos a los cafés. Gabriel, que hablaba, y Aurora, que escuchaba, «y así, poco a poco, él le fue proponiendo guiarla por el camino de la felicidad, y ella aceptó y lo siguió dócilmente, y los dos se internaron en el futuro como en un bosque encantado donde acechaban multitud de peligros, él delante, llevándola de la mano para protegerla de cualquier amenaza, como si fuese una niña o una criatura inerme, algo precioso y frágil que había que conducir con enorme cuidado, y de esta forma y paso a paso, he aquí que ya llevaban veinte años avanzando por aquel camino, pero sin llegar nunca a ninguna parte, cada vez más erráticos e incrédulos, y ya perdido definitivamente el norte de la felicidad. Para que luego digan que los relatos son inocentes y que a las palabras se las lleva el viento».

Me pasaría horas y horas hablando de Gabriel. Y es que de Gabriel es de quien menos sé. Pero Gabriel...

Gabriel es quien remueve las aguas siempre voraginosas del pasado. La madre cumple ochenta años y qué mejor manera de celebrarlo que organizar una comida familiar y así por fin reunirse toda la familia después de... sí, diez años, después de aquella nochebuena que acabó como el rosario de la aurora (si es que Aurora lleva el destino en el nombre). Y ahí que se pone el bueno de Gabriel a llamar a sus hermanas para organizarlo todo. Y mira que Aurora se lo advierte, mira que le dice que mejor se espere. Pero él no puede esperar y ahí que llama a Sonia, la mayor, y después a Andrea, la mediana. Y Sonia y Andrea se llaman entre sí y por supuesto llaman también a Aurora para contarle. Y otra vez la lluvia de palabras, otra vez las diferentes versiones de la historia familiar, otra vez el relato moldeado al antojo del narrador, y es que, «unos más y otros menos, todos nos inventamos un poco nuestras vidas».

«Un día, no recuerda a cuento de qué, le dijo a Andrea: «Esa es la realidad», y Andrea replicó: «Pues entonces la realidad es mentira». Y quizá no le falta razón. Y es curioso, piensa Aurora, porque lo que el olvido destruye, a veces la memoria lo va reconstruyendo y acrecentando con noticias aportadas por la imaginación y la nostalgia, de modo que entonces se da la paradoja de que, cuanto mayor es el olvido, más rico y detallado es también el recuerdo».

Es esa genial idea de Gabriel de celebrar el cumpleaños de la octogenaria matriarca el comienzo de todo. Aunque en realidad esa idea es más bien el comienzo de esta novela. El comienzo de todo hay que buscarlo en los episodios fundacionales de esa familia. Toda familia tiene los suyos. Son aquellos acontecimientos que adquieren categoría de mito; los que tienen su germen en la realidad pero se van forjando y esculpiendo al calor de las palabras, a la voz del relato difundido; los que han sido contados y repetido tantas veces el cuento que adquiere mayor importancia y verosimilitud el cuento que el germen real, ese que ya nadie recuerda. Es por ello por lo que Aurora no necesita haber asistido a tales acontecimientos para conocerlos mejor que nadie, pues ella es quien más veces ha asistido al relato.

El origen de esta familia como relato está en el Gran Pentapolín, ese ilustre antepasado inventado por el padre, ese «príncipe de los mares, músico y políglota, mago de los disfraces y soñador errante, cuya patria fue el mundo». Son mil y una historias protagonizadas por el Gran Pentapolín las que acunan la infancia de los tres hermanos, las inventadas por el padre para ellos. El padre era un soñador y probablemente el Gran Pentapolín fuera su alter ego como el gran Faroni era el de Gregorio Olías en Juegos de la edad tardía, la genial novela de Luis Landero a la que el propio autor creo que hace un guiño con la creación del Gran Pentapolín.

La infancia de juegos y fantasía de Sonia, Andrea y Gabriel concluye con la prematura muerte del padre, quedando así los tres niños a expensas del sombrío mundo de la madre, la cual es una mujer recia, poco cariñosa y poco dada a las frivolidades, eminentemente práctica, que siempre piensa que está a punto de acontecer una fatalidad y para la que sustentar la economía familiar es su máxima prioridad. Para Sonia y Andrea es la bruja del cuento; para Gabriel es una mujer marcada por una infancia dura y que sacrificó su vida adulta por el bienestar de sus hijos. Claro que... Gabriel siempre ha sido el favorito, el único hijo al que siempre ha querido la madre, o en eso es en lo que insisten una y otra vez, cargadas de resentimiento, Sonia y Andrea.

Lluvia fina - Luis Landero

80, fotografía de Paul Downey bajo licencia CC BY 2.0


El resto de episodios fundacionales del relato de esta familia son prácticamente un calco de los mitos fundacionales del relato de Andrea, quien probablemente sea la más deudora del espíritu del Gran Pentapolín y la que más gusta, por tanto, de inventar historias, ya que es «estupendo eso de tener a alguien a quien cargarle la cuenta de tus propios errores». Así, pues, cada vez que Andrea se pone a largar, allí sale «el día en que la madre la abandonó a su suerte, allí salió el gato, la destrucción del cuadro del Gran Pentapolín, el odio secreto que siempre había sentido hacia ella y quizá también hacia el padre, con el que se había casado sin amor, porque ella era incapaz de amar a nadie que no fuese Gabriel, allí salió el suicidio, el convento, y hasta salió también Horacio».

La novela, más que con la genial idea de Gabriel, comienza con la frase con la que abro la reseña (yo también cuento el relato como se me antoja que para eso soy aquí la narradora). Esa frase la hilvana Landero con otra y otra y otra, a través de las cuales continúa hablándonos de la falta de inocencia de los relatos y las palabras y con las que construye un comienzo de novela sencillamente espectacular, al menos en mi opinión. Para las conversaciones telefónicas entre los hermanos y entre estos y Aurora, sin embargo, el alburquerqueño se reserva otro registro muy distinto. Intercala esas conversaciones entre los hermanos con las que estos mantienen posteriormente con Aurora y en la que le cuentan su interpretación de esas conversaciones, como si lo segundo fuese una traducción simultánea de lo primero para el lector. Y he de confesar que Landero lo hace muy bien, que muestra con ello comportamientos muy habituales que muchos tenemos y lo que esconde en realidad lo que queremos decir y lo poco que conseguimos engañar con lo que decimos. Pero, aun así, … no sé, hay algo que me resulta artificioso. O tal vez lo que me resulta artificioso sean los personajes en sí, como si, algunos de ellos, más que personajes fuesen caricaturas. Sonia y especialmente Andrea viven permanentemente instaladas en la queja y el victimismo y eso es algo que personalmente me resulta muy cansino y que me  mantiene a cierta distancia. Y sí, sé que en la vida real hay personas que son así, pero, precisamente por quejicas y por victimistas, son personas a las que me cuesta creer. Tampoco me ayuda lo que Sonia terminará desvelando, que, por otra parte, ya se veía venir. Lo considero innecesario. En los hechos comunes, vulgares y aparentemente nimios de cualquier familia hay suficiente material para alimentar esta novela sin necesidad de recurrir a lo rocambolesco. Y me ha dado mucha rabia todo esto: porque Landero es un maestro de las letras con un dominio de las mismas espectacular; porque el tema de la familia y de los relatos era un caramelito; porque en esta novela hay cosas que para mí han sido un no. Afortunadamente hay otras que son un sí.

A mí el Landero que me gusta es el del comienzo de esta novela, el que me enamoró cuando lo descubrí en El balcón en Invierno, el que habla por los pensamientos de Aurora. Y es que Aurora también comienza a llover aunque nadie recoge sus mudas palabras. ¿En qué momento se vio empapada por los relatos de sus cuñadas? ¿En qué momento comienzan a calarle las palabras que estas le dirigen sobre el hermano de unas y el marido de la otra? «¿No estaría también ella reinventándose el pasado y construyendo una historia a su medida basada en sospechas, minucias e imaginaciones, como Sonia y Andrea?» ¿Y qué hacer, pues, con esos objetos que se ha ido encontrando? ¿Qué hacer con «el vaquero, el cochecito, los preservativos, los versos de amor y la sortija», qué hacer con los episodios fundacionales de su relato callado«¿Qué grado de realidad, por cierto, tiene el amor imaginado, pero vivido con la misma plenitud que si fuese real? ¿Cómo es esto? Porque si los celos, por ejemplo, pueden ser inventados, ¿por qué no también todo lo demás?» ¿Ha sido, pues, verdadera su historia de amor, ese seguir a Gabriel en pos de la felicidad? ¿Quién es Gabriel? ¿Quién es tu marido, Aurora? Eso te preguntas. Qué regalo, por cierto, ha sido llegar a esta encrucijada recién salida de Mi marido es de otra especie. Ay, Landero, escríbeme la novela del matrimonio de Gabriel y Aurora. Sí, ya sé que este no es libro para ello; esta Lluvia fina es la novela de los cuentos que nos contamos aunque yo algunos de ellos no me los haya creído. Cuéntame un cuento, Landero. Cuéntamelo tú, sin filtrarlo por la mierda que esta familia no es capaz de parar de ventilar. Y, entonces, sí: entonces sí que te doy mi más rotundo sí.

«La vida era un asco, el amor era un asco, la familia era un asco, los viajes eran también un asco, todo era un asco. Y aun así seguía llamando a Aurora para reafirmarse en sus convicciones y para hurgar en el pasado cada vez con más saña, porque el yermo en que se había convertido su vida tenía su origen en episodios concretos del pasado, tan concretos que podía contarlos con la claridad didáctica con que se les cuentan las cosas a los niños, señalándolas casi con el dedo, y así se las contaba a Aurora y así Aurora las escuchaba un día y otro día, viendo llover tras la ventana, viendo caer el sol a plomo en las horas mortales de la siesta, viendo florecer los árboles, viendo volar las hojas muertas en el viento. Nunca, nunca, aunque no pase nada, la gente deja de contar, y si hay infierno, también allí seguirán contando por los siglos de los siglos, dándole cuerda una y otra vez al juguete de las palabras, intentando entender algo del mundo, tanteando en el absurdo de la vida en busca quizá de algún resorte que abra su ciega cerrazón, como la cueva de Alí Babá al conjuro de una palabra mágica, y nos descubra el gran tesoro de la razón, de la luz, del sentido exacto de las cosas…»

Lluvia fina - Luis Landero

Bus Stop in the rain, fotografía de Stanley Wood bajo licencia CC BY 2.0


Ficha del libro:Título: Lluvia finaAutor: Luis LanderoEditorial: TusquetsAño de publicación: 2019Nº de páginas: 272ISBN: 978-84-9066-656-2
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