Parecen viviendas del ejército. No lo son, pero a lo mejor cuando se construyeron sí lo eran. Geometría, pulcritud, uniformidad, todo muy “como debe ser”, sin estridencias, con una normalidad cansina y un sentido del deber funcional y frío. Imponente, eso sí, muy imponente.
A veces veo el cáncer reflejado en cualquier aspecto de la vida. Haga lo que haga o diga lo que diga termino pensando en el cáncer. Ahora mismo ha sido la palabra “imponente” lo que me ha llevado a pensar en ello. Porque el cáncer es así, impone a lo grande, sin medias tintas y sin complejos. Muestra su presencia con una seguridad y un aplomo que ya lo quisieran los mejores generales de la historia para dirigir a sus ejércitos. Desde el principio se presenta como un algo intratable, como el techo absoluto de todo lo que conoces y conocerás, como el mariscal todo poderoso que ordena y manda con la misma displicencia con que se aparta una mosca de la cara. De nada sirve intentar conocerlo y tratar de ablandar su corazón. Tampoco sirven las palabras suaves o las caricias simples. No hay nada que podamos hacer ante él, salvo acobardarnos y refugiarnos tras el parapeto absurdo de nosotros mismos porque no existe escondite posible. Siempre estamos bajo su atenta mirada y jamás nos quita ojo de encima. No hay ninguna posibilidad de escapar de esta celda sin barrotes construida tan solo con su presencia infinita y mortal. Una vez que nos ha puesto el ojo encima, lo único que nos queda es resignarnos y pensar en otra cosa, hacernos los tontos para no sufrir más que lo estrictamente necesario. Y aun así el sufrimiento es mucho porque la vida es bella y todos queremos vivirla. Pero no es solo eso. Resulta que el día a día está plagado de dolor, de malestar, de inquietud y de un agobio eterno que no se va jamás.
Sí, es absolutamente imponente. Lástima que yo solo quería charlar un poco acerca de ese edificio. Imposible. El cáncer lo absorbe todo.