Hace tiempo tuve ocasión de hablar con un crítico de una novela inglesa recientemente traducida, y de asombrarme ante él de que la crítica la acogiera con un completo silencio. “Y sin embargo —le decía yo— se trata de un buen libro, muy bueno.” Al oírlo, pareció molesto. “Entonces ¿por qué no habla usted de él?» Permaneció un momento en silencio. “Desde luego —prosiguió él— es bueno, muy bueno, pero ya comprenderá, no se puede hablar mucho de él: no se sitúa.” Muchas veces me he encontrado recordando esta respuesta. Me ilustra sobre el tablero de valores de la literatura actual, de las obsesiones, y sobre todo de las omisiones inexplicables —y a veces también me da miedo.
En esta frase se lee, desde luego, el gusto por cierto confort intelectual y cierta economía de materia gris: los críticos tienen prisa: desde su despacho, mentalmente, les gusta ver a la multitud de autores contemporáneos desplegándose ante ellos como un abanico familiar de rostros sobre los bancos de un hemiciclo. Cualquiera que se “sitúe” en él, cualquiera que se gane por sí mismo su casilla predestinada y su alveolo ahorra a los críticos preocupaciones y tiempo: la gente que quiere sentarse en el techo molesta a todo el mundo. Pero esta condena horrorizada —y la peor que existe en literatura: el silencio—, esta condena contra la obra y el hombre “que no se sitúa”, lo más grave es que los críticos la lanzan en nombre de una época que apunta su artillería más pesada contra la ciudadela del escritor en lo más vulnerable que tiene, e incluso lo más insubstituible: su singularidad y, digámoslo sin miedo, su aislamiento. Al escritor que no se pone en la fila, que no entra en los alineamientos, no se le reserva ni siquiera la condescendencia y el desprecio, sino la grosera llamada al orden por el cabo. Hace poco leía en la obra de un crítico contemporáneo: “El señor X (aquí el nombre que me callo porque lo pillan, por así decir, con las manos en la masa) fue uno de esos excéntricos que se rebelaron contra el desorden de los pseudo-románticos y contra el batiburrillo del simbolismo. Por tanto, debería estar inscrito entre los escritores subjetivos”. ¡Eso es, “debería estar”! Ya se adivina, espero el rictus amargo del ayudante ante el perezoso cuyo nombre figurará en el informe semanal. Claro que sí, debería estar inscrito, puesto que la época se dispone a fichar a los escritores y la única preocupación que les queda no debe ser ya “inclinarse a la derecha” o “inclinarse a la izquierda”, como un vulgar ministerio radical. Pues no, no puede, no querrá jamás, si es cierto que lo bello es ante todo lo que desorienta, que la literatura empieza a tener mejor salud cuando la crítica empieza a reconocerse un poco menos en ella, pues el escritor digno de este nombre es una generosidad siempre intempestiva, una fraternidad que no avanza en fila india, una aventura que prescinde del codo con codo, y una libertad que no se adhiere jamás.
Julien Gracq
Nudos de vida
Traducción: Lluís Maria Todó
Ediciones del Subsuelo
Foto: Julien Gracq (hacia 1970),
por Claudine Guéniot