#LodeDownton ya es mejor tomárselo en clave de humor. Y no creáis que no me da pena, porque con lo que ha sido esta serie. Ay. Vale, a ver, muy real nunca ha sido, pues la vida hace un siglo en la Inglaterra rural no tenía tanta perfección costumbrista ni de coña (ver The Village), incluso aunque habláramos de una familia bien como los Crawley (ver The Village de nuevo). Pero, oye, en sus primeros años Downton no estuvo mal, básicamente porque todo lo sostenía la tensión sexual no resuelta entre el rubiales de voz preciosa Matthew y la hiena de Lady Mary. Que si te quiero pero no, que me quieres nada más por el dinero, y tú a mí por el título, que me voy con otro, pues yo con otra, que me voy a la guerra, que vengo, que me vuelvo a ir, que me quedo lisiado, que no, que era mentira, que me caso con la otra, ah, no que se ha muerto, pero no me caso contigo porque me acuerdo de la otra, pero no seas bobo, que no que no, que yo la guardo las ausencias, ah, pero ya no porque me dejó una carta en la que me daba permiso, ale, venga nos casamos, ale venga tenemos niños, ale venga que me mato.
Lady Mary, viuda. Y medio mundo conmocionado.
Llegó entonces la temporada pasada y todos asistimos expectantes a la evolución de Lady Mary de desagradable ociosa a desagradable ocupada con las cosas del state. Que se nos hizo ingeniera agrónoma en ocho capítulos la chica, acompañada de su cuñado el ex chófer viudo de la pobre Sibyl (siempre se van los mejores), ese al que ahora le pone morros Lord Crawley porque le hace tilín una Ada Colau de la época. Que yo, así entre nosotros, estoy de acuerdo con Milord porque Tom, ¿dónde va a estar mejor que en Downton, eh? ¿Dónde? Que te enteres, Tom, que no queremos más cambios. QUE YA NO PODEMOS SUFRIR MÁS.
Bueno, a lo que iba. Lady Mary el año pasado. Que le empezaron a aparecer pretendientos como churros, a cada cual más guaperas y mejor partido. Y ella a lo suyo, porque ella ha sentido siempre mucho la responsabilidad de ser la mayor y de tener que conservar la tradición, bla, bla, bla. Entre medias, eso sí, la familia se nos marchó a Londres donde pasaron cosas muy divertidas, que para algo aparecieron los royal Windsor por medio, que siempre dan vidilla a cualquier fiesta.
Pero este año, apuf. Yo no es por criticar al señor Fellowes, pero dedicar un capítulo entero a que Lady Mary mande a la pobre Ana, su doncella, a comprar un dispositivo anticonceptivo a la farmacia porque ella, claro, puede ser reconocida, y porque, claro, se quiere ir de picos pardos con uno de los pretendientes a ver si la cosa funciona, ejem, ejem, que no se va a casar así porque sí, porque la venga el otro a cantarle sus virtudes. No, bonito, no, aquí primero prueba de calidad, y luego ya veremos. Que hace bien la chica, a ver si me entendéis, pero, leñe, que no es materia para un capítulo.
Más allá, claro está, de verlo desde la perspectiva española y pensar que en UK en 1924 vendían chismes anticonceptivos para mujeres en las farmacias. En el 24. No digo nada y lo digo todo. Ahora, no sé cómo era el chisme (no nos lo enseñaron) y no sé su efectividad. Pero eso, en el 24. Hola, España.
Por lo demás, el resto del episodio se pasó entre que decidían la ubicación para el monumento en homenaje a los caídos en la Gran Guerra y entre que Lord Crawley continuó con su talante gruñón de esta temporada, sin prestar mucha atención a los ojitos que un nuevo invitado le ponía a su Cora. Bueno, y en las cocinas siguieron pasando cosas con el muy malísimo de Barrow a la cabeza, que mira que es mala persona y mala gente, pero ya, de tanto, ni te lo crees. Como ya ni te crees los padecimientos de la pobre Edith, que sufre y requetesufre por el producto de su descarriamiento con el desaparecido, mientras tiene que soportar como su hermana Mary, también madre, pasa ampliamente de su churumbel, al que no hace menos caso porque no puede.
En fin, Downton, la vida sigue igual.