Y, tonta de mí, siempre consideré que esta querencia por lo anglo era también parte de mi cultura, la europea. Como lo son los cómics de Astérix y Obélix, tan, tan franceses, o lo es la Sicilia de Camilleri. Un territorio viejo, lleno de cicatrices, pero también de sabiduría, que, en estos tiempos, se expande y llega a todas partes sin preocuparse de eso llamado fronteras.
Pero sí hay fronteras, claro que las hay. Y ayer quedó demostrado. Será una pena tener que usar el pasaporte para ir a Londres, pero estoy convencida de que quienes más han perdido han sido ellos. Se ha abierto una brecha generacional difícil de cerrar. Aunque a los habitantes de la Inglaterra profunda, con su té, sus revistas de jardinería y sus roastbeef domingueros no les importe. Como no les importa lo que pasa más allá de su cottage.
Porque, pese a lo que decían algunos ayer, el resultado del referéndum no ha sido una reacción en contra de una Europa insolidaria, no. Ha sido todo lo contrario. Es un intento de preservar la pureza anglosajona, en el más puro estilo de aquellos nazis de los que tanto presumen haberse librado.
Qué pena, de verdad. Qué pena.