Fotografía de Eva Gutiérrez Pardina (CC BY 3.0)
A veces los libros son como las personas: los leemos por primera vez y nos enamoramos, los leemos y releemos, se nos antojan únicos e irrepetibles, los elevamos a la categoría de pequeños mitos. Creemos que nos salvan. Pasan los años y los llevamos con nosotros, siempre a la espalda o al frente, esperándonos en estanterías que van llenándose de polvo. No volvemos a leerlos porque ya no nos dicen nada. Y sin embargo, seguimos aferrados a ellos. Quizás nos recuerden lo que fuimos, cómo fuimos cuando el tiempo era otro y los ritmos eran otros y los sueños intactos nos bullían por dentro. Pero ya no somos los mismos, y los ritmos son otros, y los sueños cambian. Algunos se hacen realidad y otros se desvanecen o se convierten en pesadillas.
Crecemos y algunos libros crecen con nosotros. Otros van quedándose atrás, es así. Yo ya no puedo leer que el mundo alcanza la perfección cuando el reloj da las doce del mediodía. No, el mundo no es perfecto, y yo tampoco lo soy.
Hace más o menos un año pensé dar esos libros que ya no leo a alguien que sepa apreciarlos. Pero no lo hice. Eran mis libros, clásicos de la literatura española y universal, ¿cómo iba a hacerlo? Encontré una vieja ficha entre las páginas de La Regenta con mi letra en boli negro donde iba apuntando el vocabulario que no entendía. Y me vi a mí con el cabello largo, como lo llevaba entonces - primero de carrera-, yo y mis ridículas gafas de montura dorada leyendo este libro en mi habitación de otra ciudad, de otro tiempo en que todo parecía posible. Y rechacé la idea.
Fotografía de Eva Gutiérrez Pardina (CC BY 3.0)
Me prometí que volvería a leer todos esos libros, que me pondría a ello ese mismo verano. Después, me prometí que volvería a leerlos el verano siguiente, aunque en el fondo sabía que no lo haría porque empezaban a gustarme otros libros, libros que empecé a comprar porque quería sentirlos cerca, leerlos y volverlos a leer. Y fui poniendo esos libros nuevos en las estanterías como pude, unos encima de otros, apretados, incómodos.
El pasado viernes recorrí con la mirada toda mi biblioteca o, mejor dicho, las dos habitaciones de mi casa que son mi biblioteca. Y no me gustó. A los nuevos libros les costaba respirar y Voltaire refunfuñaba en un rincón, indignado. Para qué me tienes aquí, decía, muerto de olvido y de frío.
El pasado domingo cogí la escalera plegable y fui repasando todos los libros, uno a uno. Seleccioné más de setenta y decidí buscarles otras madres que los acojan y los cuiden; madres y padres nuevos que los sostengan en las manos para darles calor; que a veces, a escondidas y en silencio, tengan ganas de abrazarlos. Los libros de Flavia Company, no. Esos no los daré nunca, aunque por primera vez los he separado de los que siento más cerca y los he trasladado a otra habitación. Han pasado muchas cosas desde que empecé a leerlos, en 1999, el año en que por primera vez cayó en mis manos Dame placer. Dame placer es para mí el libro entre todos los libros. Lo abro y releo: le aseguro que antes de conocerla –y siempre me he tenido por una persona sensible–, yo no sospechaba que pudieran existir emociones semejantes. No sabía nada de la furia, por ejemplo. Nada de mi cuerpo, en realidad. Nada del deseo, en definitiva. Esa urgencia de poseer hasta las últimas consecuencias.Sostuve Dame placer unos momentos contra mi pecho. Una de esas ridiculeces que podemos permitirnos hacer a solas. Da igual dónde lo ponga, porque lo llevo dentro de mí. No importaría que un incendio lo convirtiera en cenizas o que pasara a ser propiedad de otra; llevo este libro inscrito en mi sangre. Amo algunos libros, y éste por encima de todos, como sólo puede amarse a una persona única entre un millón.
Organizarte la biblioteca es algo así como redecorar tu vida. Ojalá fuera tan fácil organizar la segunda como lo he hecho con la primera. Una decisión, un día, voilà.
Ahora miro mi biblioteca y me gusta. Vuelve a hablar de mí, de la que soy ahora. Hablan de mí todos los libros nuevos y también los antiguos que he decidido conservar y que han sobrevivido a todos mis cambios, los que nunca me he planteado dejar atrás, porque son esenciales para mí. Y los libros nuevos respiran al fin, me miran ysonríen. Saben que forman parte de mi futuro.