Lo extraordinario se hizo karmático
Tenía el régimen socialista de Venezuela, hace un tiempo, un eslogan publicitario que decía, «Lo extraordinario se hace cotidiano».
La frase la machacaban las 24 horas al día por radio, prensa y televisión como un motivo de orgullo, de alegría, de lo bueno que era vivir en un país donde «lo extraordinario se hacía cotidiano». Goeblelianamente, la propaganda parecía un sin fin.
El eslogan dejaron de aplicarlo, justo cuando cobró significado, pero en sentido negativo. Lo que se hizo cotidiano fue el abuso, la matraca, el contrabando, el bachaqueo, las colas, la escasez, el sicariato, la muerte… Y lo que pasó a ser extraordinario fue el sentirse respetado y tratado como ciudadano; como persona, para no exigir mucho.
Pues bien. En mi cotidianidad, todos los días, al salir del trabajo y para llegar a mi casa, recorro una ruta en la que debo pasar por las calles de urbanizaciones de estratos medio/medio, medio/alto. Sin apenas darnos cuenta, esas urbanizaciones se fueron llenando de ventas de cosas en las puertas de las casas.
Un día, aparecieron en la fachada de una quinta cartelitos hechos en cartulinas de colores y dibujos que anunciaban postres: «Torta Tres Leches», «Torta de Chocolate», «Cascos de Guayaba»… Otro día, otra casa amaneció con una vitrina pequeña de vidrio vendiendo jugos, empanadas y pasteles. Luego, en el garaje de otra, una mesa, una balanza y una silla, con un cartel que promocionaba la venta de queso Palmita y queso de año.
Lo extraordinario, en efecto, se hacía cotidiano. Y apenas lo notábamos.
Hace pocos días, en ese mismo trayecto de todos los días, encontramos un pequeño perro poodle, marrón chocolate, dando tumbos por la calle, como asustado y extraviado. Temeroso. Husmeando en la basura que se acumula en las calles habitualmente. Cristian y yo, en el carro, nos compadecimos del pobre animal. Frenamos para tratar de agarrarlo, pero era desconfiado y huyó. Lo vimos atravesar una reja de esas que han instalado en algunas calles, cerrándolas y convirtiéndolas en espacios privados para tratar de protegerse un poco de la inseguridad, y comenzó a olisquear debajo de un portón, como si reconociera su casa.
«El pobre debe vivir allí y no halla cómo entrar», pensamos.
Entonces, al mirar la pared, vimos una pequeña ventana enrejada y abierta y el visaje de una persona que se movía adentro.
— ¡Para! Ahí hay gente. Esa debe ser la casa del perrito. Vamos a avisarles que se les escapó.
Al asomarme a través de la reja, descubrí que se trataba de una venta informal casera de productos alimenticios y de aseo. Una bodega, pero sin avisos ni letreros. Llamé a voces para que alguien saliera y, mientras esperaba, iba detallando los productos.
Jabón Palmolive, detergente en polvo Ariel que venden por medidas, aceite de soya, leche condensada…
Apareció una señora de mediana edad con pinta de ama de casa que estaba limpiando.
—Señora, ¿aquí vive un perrito poodle marrón?
—Sí, es de aquí.
—Es que se le salió y está como perdido y queriendo entrar.
—No. Él no se pierde. Él sabe regresar y entra por debajo de la puerta.
—Hummmm… ¿En cuánto tiene la leche condensada?
—En ciento cincuenta. —El precio en el supermercado, si se consiguiera, es de 60 bs.
— ¿Y el Palmolive?
—A ochenta cada uno. —El empaque de tres cuesta en el supermercado, cuando hay, 25 bs.
— ¿Y arroz, tiene? ¿A cómo?
—Noventa el paquete. —El «precio justo» es de menos de 25 bs.
— ¿Leche en polvo?
—Sí, tengo, San Simón a seiscientos cincuenta. —No quiero ni pensar en el supuesto «precio justo» regulado.
— ¿Y papel tualé?
—Sí, a cien el rollo. Pero es del Rosal del grueso. —O como, o me limpio el culo, pienso. Y me olvido de los 20 bs. que se supone debería costar el paquete con cuatro rollos.
— ¿Y Tiene aceite de girasol o de maíz?
Los ojos de la señora se iluminan:
— ¡Tengo Mazeite! Pero, ese sí lo tengo caro. A cuatrocientos bolívares, porque ese lo traje de Maracay.
—Bueno, doñita, es bueno saber que tiene eso aquí por si necesito. Cuide al perro, que se lo pueden robar o atropellar. Hasta luego.
Golcar Rojas
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