Revista Educación

Lo inexplicable

Por Juancarlos53
Lo inexplicable

La bocca mi bacció tutto tremante

(Rima XXIX)

—¿Tú crees en los milagros, Aurora?

—¿Tú, no, Pablo?

Ese día, sin saber cómo, la conversación de ambos derivó hacia la zona de la irracionalidad. No era su tema favorito, desde luego; era sencillamente uno más de los muchos que surgían entre ellos en su relación diaria. Hablaban de todo lo humano y lo divino: fútbol, política, familia, hijos, nietos, amigos, poesía… Hoy eran los sucesos inexplicables y poco probables los que llenaban su tiempo.

—Creo y no creo, Pablo. Quiero decir que si utilizo la cabeza, la razón, diría que no, que lógicamente los milagros no existen, que son pura invención de las religiones, paparruchas de malmetedores y vivaslavirgen que pululan por ahí confundiendo y aprovechándose de las personas sencillas. Pero sí que es verdad que hay ocasiones en que ocurren cosas que no logro explicarme; cuando tal sucede es entonces cuando solemos decir «eso ha sido un milagro», «esto es  milagroso, mágico», y cosas por el estilo.

En este tira y afloja sobre tema tan peregrino andaban inmersos Pablo y Aurora esa tarde de otoño ya casi invierno en la que la lluvia que golpeaba tras los cristales resbalaba por ellos convertida en solidificadas gotitas de hielo. Los días cortos y fríos como aquel gustaban de pasarlos confortablemente en casa escuchando música que los transportaba a tiempos pasados. Se diría que la pareja vivía más en el ayer que en el hoy. Cuando mejor lo pasaban era cuando rememoraban viajes realizados, historietas escuchadas o episodios vividos por ambos bien en solitario, antes de conocerse, o ya como pareja consolidada. Y en esta situación última llevaban al menos cuarenta años.

Gustaba Pablo de hacer reír a Aurora cuando, transmutando los papeles, sentados ya en el sofá del saloncito frente al televisor dispuestos a tragarse cualquier cosa que los mandamases de turno hubieran considerado adecuada para deformar aún un poco más la cabecita del pueblo soberano, le decía eso de «Honorato, pon la tele un rato». Recordar la situación -¡terrible!- de la pareja de mayores que ponían en escena la Sardá y Enric Pous, esos dos magníficos actores catalanes, les servía a ambos de humorístico antídoto al momento vital en que estaban ingresando. A la divertida provocación que Pablo le lanzaba, Aurora respondía casi siempre con alguna gracia o chiste que recordara de ese lejano programa de televisión. Así, en esa amorosa complicidad de años, la pareja de septuagenarios pasaba los días.

Una tarde Pablo le contó a Aurora la historia de la medallita y su cadena, ambas de oro, que guardaba desde el principio de su relación en una caja metálica de galletas donde conservaba lo que más preciaba de su larga vida. Vino el relato a cuenta de la limpieza que cada cierto tiempo, lustro arriba o lustro abajo, Aurora decidía hacer de cuantos cachivaches inservibles conservaban en la casa. «Todo lo que hace más de cinco años no has vuelto a utilizar hay que echarlo afuera», era el mantra que ella le lanzaba cada vez que se ponía a la tarea. Pablo, como era varón de buen conformar, asentía a todo y su silencio aprobatorio autorizaba la salida quinquenal de baratijas y objetos, algunos procedentes de unas lejanísimas niñez o adolescencia. Todo transcurría tranquilo y de esta guisa el día del casero zafarrancho de limpieza hasta que la mujer puso ante los ojos de su marido una medallita prendida a una cadena. «¡Ni se te ocurra sacar de casa esa medalla, Aurora!», exclamó furibundo Pablo, ante la sorpresa de la esposa. Al verla tan asombrada, Pablo le contó una historia, por milagrosa aún más portentosa que la cara de asombro con que ella se había quedado.

—Perdona que te haya gritado, querida. Pero escucha lo siguiente: No sé si recordarás el verano que pasamos en Santa Pola. Creo que corría 1992, estoy casi seguro de que fue ese año porque Marquitos, nuestro hijo, no tendría más de doce años y porque fue el año de la Expo de Sevilla y de las Olimpiadas en Barcelona. Ante el gentío que, se decía, habría en verano por toda España, buscamos un lugar que pensamos estaría menos lleno de gente, y ese lugar fue Santa Pola. La cosa fue que Marquitos, seguro que lo recuerdas, en esa época no quería más que jugar con su padre, o sea conmigo, a lo que fuera; y también recordarás que por entonces yo llevaba colgada al cuello esa medalla de oro grabada por el reverso, que acabas de enseñarme, ¿no?

—Sí, Pablo —respondió Aurora—, recuerdo que por esos años no te desprendías de la dichosa medallita y que yo te decía que me parecía algo ñoño llevar, siendo adulto, una medallita tan de niño. Pero como de repente dejaste de llevarla, pues pensé que ya no te interesaba.

—Claro que me interesa, mujer. Y sí, es verdad que de la noche a la mañana dejé de ponérmela. Ahora te diré por qué: Resulta, como te decía, que Marquitos en esa época estaba pesadito con lo del futbol y constantemente me tenía jugando a la pelota donde fuera, si era en la playa, mejor que mejor. Ese verano de 1992, una tarde, jugando él y yo en la breve playa que la marea alta había dejado, no nos quedó otra opción, ante la escasez de espacio, que meternos en el agua donde disfrutábamos haciendo paradas que para sí querría Courtois hoy. Nos lanzábamos alto el balón y saltábamos a por él zambulléndonos a continuación en el agua; nos divertíamos de lo lindo.

—Si de lo que me vas a hablar, Honorato —con burla y tonito humorístico le interrumpió Aurora—, es de lo bien que Marquitos y tú lo pasabais en la playa mientras yo y tu madre preparábamos la cena en el apartamento ya puedes ir acabando. Esa película me la conozco de pe a pa y en el caso de las mujeres la echan, y en esa época mucho más, en todos los cines. Te dejo porque eres muy pesado, Pablo, para contar ná te tiras un montón.

—No, no, Aurora —se apresuró a decir Pablo temeroso de que su esposa lo dejase por plasta—, acabo enseguida. Te quería decir que los milagros sí existen y si no escucha completa la historia:

 Como te decía, tu hijo y yo practicábamos los plongeons, que dirían los franceses, ¡las zambullidas, vaya!, como nadie. Esa tarde la pasamos en grande. Cuando llegó el momento de ir para casa, recogimos todos los aperos del baño y nos dirigimos al apartamento. Fue al meterme bajo el agua de la ducha cuando me di cuenta de que sobre mi pecho faltaba la medallita de oro grabada por su parte de atrás con mi nombre y la fecha de mi nacimiento. No estaba la medalla y tampoco la cadena que la sostenía. Mi confusión fue total. Llevaba más de treinta años con ella y jamás nada así me había ocurrido. Ha debido de abrirse el cierre de la misma, escapar la medalla por ahí e irse al fondo sin haberme dado cuenta, pensé. La desazón me invadió. Te oculté el suceso para que no me tildases de torpe y descuidado, como sueles hacer cuando algo parecido me ocurre.

Esa noche apenas si pude conciliar el sueño. Mentalmente volví a mi infancia. Evoqué el día de mi primera comunión, vistiéndome mi madre para el evento. Recordé que me dijo que ya podría llevar siempre al cuello y sobre el pecho la medallita que la abuela me había regalado al nacer y que ella no me había permitido llevar, por miedo a que la perdiera, que pudiera tragármela o cualquier cosa parecida. Ya sabes lo trágicas que os ponéis las madres imaginando desventuras increíbles que pueden sucederles a vuestros hijos. El duermevela me duró hasta que al alba las primeras luces del día comenzaron a entrar por el balcón de la habitación abierto completamente por el calor.

Salté de la cama procurando no despertarte. Lo logré. Sin siquiera desayunar salí de casa y cerré la puerta de la calle sin hacer ruido alguno. Me dirigí a la playa donde Marquitos y yo habíamos estado jugando la tarde anterior. Tenía muy bien localizada y delimitada la zona de juego: estaba entre el puesto de helados del paseo y la zona de chorros de agua que ese año el Ayuntamiento había inaugurado para que los bañistas desprendiesen la arena de sus pies. Era un espacio no demasiado grande. La marea estaba muy baja. Fui batiendo la zona, desierta a esas horas, mirando con atención al suelo. La tarea se me antojaba imposible; pese a ello algo me decía que debía de hacerlo, aunque fuese inútil; al menos así me justificaría ante mí mismo. Todo lo que encontraba a mi paso era tierra húmeda, algas, trozos de conchas, algún plástico y algunas maderas y cuerdas arrojadas al mar por pescadores de bajura. En definitiva, de la medalla y su cadena, nada.

Lo inexplicable

Llevaba ya una media hora de ojeador cuando creí ver algo brillante refulgiendo en ese espacio cenagoso. Era tan mínimo que mi cabeza casi ni reparó en ello; sin embargo de manera mecánica me incliné para tocarlo con los dedos y recogerlo como ya había hecho con un buen número de objetos inservibles, que iba echando en la bolsa de plástico que portaba en mi mano izquierda. No encontraría la joyita perdida, pero al menos contribuiría un poco a la limpieza del planeta, decía para mis adentros a modo de consuelo. El caso fue que los dedos de mi mano derecha prendieron esa minúscula pieza que relucía; al tirar de ella para ver qué era y depositarla en la bolsa de desechos apareció ante mí la cadena de oro con la medallita de mi nacimiento. Si increíble, milagroso cabría decir, fue el hallazgo, no menos milagroso fue que medalla y cadena no hubiesen separado sus destinos una vez fuera de mi pecho.

—Así que, querida, tras lo que te acabo de relatar, volvería a preguntarte: ¿Tú crees en los milagros, Aurora? Y, remedando a Gustavo Adolfo, porque algo de inexplicable, hermoso, mágico y misterioso tiene el asunto, concluiría diciéndote: «¿Comprendes ya que un poema cabe en un verso?».

—¿Y yo qué debería contestarte? —dijo divertida Aurora—: «Sí, ahora sí que creo». O por seguir con el juego becqueriano aquello de «¡Ya lo comprendo!». Venga, Honorato, déjate de historias milagreras y pon la tele de una vez. ¡Menudo cuentista estás tú hecho!


Volver a la Portada de Logo Paperblog