Brilla el sol pero hace frío. Hay que taparse las orejas para sentirlas sin punzadas. Suena a lo lejos, pero suena, ese fandango de Enrique Morente: “Lo más difícil del mundo”. Se nos queda: “por eso sufro y lloro como un niño”. Y nos da por cerrar fuerte los ojos, para que no lloren. Escribió Annie Ernaux que “Ninguna foto transmite la duración. Nos encierra en el instante. La canción es expansión en el pasado, la foto, finitud. La canción es el sentimiento feliz del tiempo, la foto su dimensión trágica. A menudo he pensado que se podría contar toda una vida solo con canciones y fotos.”
Retengo esa guitarra y pienso en René Robert. Hace 10 días que no puedo evitar hacerlo. Día y noche se me aparece. Él, que se dedicó a fotografiar nuestro flamenco en vida, murió solo, sin música y arrojado al silencio 9h en el suelo. Tirado en una calle de París, sin socorrer, como si fuera la fotografía de un instante y no una muerte agónica y helada. Esa imagen vive conmigo desde el 27 de enero.
Cayó en mitad de la vía, ante la mirada atenta de tenderos, transeúntes, coches, ciclistas. Nadie lo auxilió. No se agacharon. No pararon. No preguntaron. Creían que era un sin techo, dicen. ¿Y? Siempre que veo a alguien durmiendo o estirado en la calle, me detengo a ver si respira, si está. No sé porqué razón, sin sentido, a menudo pienso que puede ocultarse mi padre tras los cartones. Y no es que sea un mendigo, sino que a veces lo más difícil del mundo son las relaciones paterno-filiales. Quizá por esa razón esta cabecita conviva con Robert y le venga a la mente la imagen de su figura tendida en el frío suelo parisino. Quizá por eso le ponga música.
París, 2010. Presagio.Es salvaje pero también pienso en Sophie Calle. Ella que capturaba tantas escenas propias y ajenas. Que inmortalizaba estancias para estudiar quién podía haber pasado por allí. Hubiera retratado ese cuerpo inerte y nos habría sugerido tantas preguntas. Tantas respuestas. Un time lapse formado por cientos de instantes de esas 9h, por cada persona que pasó apartando la mirada, esquivando un cuerpo, desoyendo el auxilio, siguiendo su prisa. La lástima es que ni esa secuencia nos daría un golpe seco para hacernos reaccionar.
Leía a María Bastarós sobre los deseos incumplidos al soplar las velas en el cumpleaños y lo relacioné todo. Recordaba cómo de niña acumulaba deseos todo el año. Ante la tarta me preparaba a conciencia y los soltaba uno tras otro muy deprisa, concentrada a la vez en soplar con la máxima potencia. Creía fuertemente que dependía de mi capacidad pulmonar el cumplimento de mis deseos. Que estén bien, aunque separados, que no griten, pero que estén bien y tengan salud. Dudo de la veracidad de jugarse todas las cartas a un soplido. No sé si es cierto que dependiera de mí y de mis pulmones.Espero que la que soplaba velas y deseaba siempre lo mejor para Robert piense que todo eso de "soplar y cumplir" es una patraña. Piense que fue el azar, el destino, y tenga la tranquilidad de creer que sonó un fandango de caricia y arañazo, como los que fotografió el suizo en vida, y se enfrentó así acompañado a lo más difícil del mundo.