- Los hechos
El conflicto chileno-mapuche no es nuevo en la historia de Chile: data desde los inicios de la República, pues ambas partes nunca han podido llegar a un acuerdo en torno a la delimitación de territorios y al respeto por la autodeterminación. La historia la cuentan los vencedores, esa es la frase con que suelen abrirse los discursos que nos invitan a revisar la historia de nuestros pueblos, a mirarla con una perspectiva diferente y a comprender con qué finalidad se ha escrito lo que hoy conocemos sobre nosotros mismos. En Sudamérica la historia, generalmente, la han contado los historiadores desde una perspectiva muy sesgada y, por supuesto, bajo la mirada de las clases dominantes. De este modo, en Chile y también en Argentina (dos Estados que hicieron suyos los territorios ancestralmente del Wallmapu[1]) se cuenta la historia de que hace mucho tiempo en una galaxia muy, muy lejana habitaron seres que hoy denominamos indígenas, pero que ya no existen porque con la llegada de los españoles a nuestro continente, se extinguieron, y de este modo, ambos países ahora son habitados mayormente por gente blanca y civilizada.
Este interesante cuento de hadas es resumido de la siguiente manera por el escritor chileno mapuche Pedro Cayuqueo: “Los argentinos, repiten ellos hasta nuestros días, son todos nietos de gringos y europeos; descienden literalmente de los barcos”. Así también sucede en Chile, nuestro pasado indígena (y también nuestro presente) es algo que se ha querido borrar de nuestras vidas para que el plan de nación que los padres de la patria soñaron no se estropee de modo alguno. En otras palabras, se nos ha querido convertir en occidentales de segunda mano (hijos de occidente), cuyo complejo de inferioridad es tan grande que ha de ser encubierto con la actitud presumida de alguien que no se conoce realmente y se ha formado a partir de los lineamientos de terceros.
Sobre esa imagen de sí mismos han crecido los chilenos, sin embargo, para la mala suerte de los padres de la patria y su oligarquía vigente hasta hoy, no todo salió de acuerdo con sus planes, la Pacificación de la Araucanía[2] no dio los resultados que soñaron y en 2019 contamos con que el 10% de la población que habita Chile es mapuche. Así, los conflictos entre ambas naciones siguen vigentes, pues los mapuche hasta el día de hoy exigen autodeterminación y territorios para su pueblo. El Estado chileno, por su parte, sigue sin querer conversar al respecto porque los intereses económicos priman, ya que se trata de un territorio fértil, rico en madera, paisajes y agua. Todo lo que un Estado capitalista puede desear.
- Los problemas éticos
El problema ético fundamental que se erige cuando se revisa el conflicto chileno-mapuche tiene que ver con la manera de enfrentar la identidad indígena que habita a cada chileno, pues lo primero que se promueve es tratar de borrarla y evitar que los chilenos se sientan representados por los aborígenes[3]. Se ha hecho un gran esfuerzo para que los chilenos se avergüencen de los indígenas, se sientan diferentes de ellos y busquen una identidad que esté más acorde con los estándares europeos. Eso se ha hecho sistemáticamente a través de los medios de comunicación, difamando a los mapuche al instalar en el imaginario colectivo que éstos son borrachos y flojos porque no quieren explotar la tierra.
Además, también se ha hecho más profundamente a través de la educación al hablar de ellos en las clases de historia siempre desde la perspectiva de los chilenos (los vencedores) y presentando a los mapuche con vinculaciones a un pasado remoto que no acerca a los estudiantes a plantearse la posibilidad de encontrarse hoy en el otro, en el mapuche, como un ciudadano más dentro del territorio, como un hermano más dentro de la comunidad. Es decir, el currículo de la educación chilena presenta a los mapuche con verbos en pasado: el pueblo mapuche “fue”, “vivió”, “comió”, “existió” como si se tratase de un pueblo extinto. Si la educación chilena se formó bajo esos objetivos, entonces, a los pueblos originarios se les mira como enemigos, como ‘factor de retroceso’ dentro del progreso chileno.
Por lo demás, al presentar al pueblo mapuche como algo que está en el pasado, se elimina la posibilidad de pensar que hay injusticias que no han sido subsanadas hasta hoy. Es decir, cuando se presentan hechos de violencia se exime al Estado de Chile de toda responsabilidad porque se tiene la creencia de que se trata de un conflicto tan antiguo que ya nadie puede solucionarlo, dado que los españoles ya se fueron.
Si el Estado chileno ha querido construir su identidad nacional en base a lo blanco, rubio, europeo y civilizado es porque promueve una política racista con la que invalida los derechos del otro que él y lo considera enemigo de su proyecto. Dentro de las fronteras de Chile, el Estado no quiere que existan indígenas por ello les deja una opción: has de ser asimilado dentro de la cultura chilena y olvidar tu cultura. Estos antecedentes ponen en evidencia que el Estado ha enfrentado la identidad indígena de los chilenos injustamente, pues sólo ha tomado como camino la negación de los mapuche.
La segunda injusticia, que se desprende de la primera, se hace visible cuando la mayoría de los chilenos se enteran por sorpresa de que aún existen los mapuche a través de los medios de comunicación tras algún hecho de violencia en el sur de Chile. Dado que los chilenos en general reciben escasa información sobre los mapuche a lo largo de sus vidas, es muy difícil esperar que puedan empatizar con su situación, puesto que se les mira como el otro sin rostro. Además, si el otro se nos aparece siempre vinculado a quema de camiones, predios e iglesias, o muertes violentas, parece obvio que nos generemos de él una imagen no muy amigable. Es lo que ha sucedido con los mapuche a través de la historia y sigue sucediendo. La difamación es muy efectiva cuando se quiere deshumanizar al otro. Si se revisan todos los casos de violencia cometidos contra el pueblo mapuche se puede caer pronto en la cuenta de que en todos ellos el manejo de información siempre va en desmedro de los mapuche.
- En busca de soluciones
Tendrían que aunarse muchas voluntades para que ambas partes puedan comenzar a encontrarse en una conversación que derive en un acuerdo. Una conversación y no un diálogo, ya que esta última palabra es la que se ha utilizado en tantas ocasiones y que jamás ha dado frutos. El presente artículo se desmarca de la utilización de la palabra diálogo sobre todo porque éste implica la competencia de las voces, el triunfo de una sobre otra o, en el mejor de los casos, la combinación de voces, es decir, la sumisión de una sobre otra para hallar un ‘acuerdo’. La disputa provoca que no se produzca una escucha atenta, pues al ser una actividad al servicio de una finalidad (el consenso, el triunfo de uno sobre otro), se anula el discurso del interlocutor y no se accede al él según sus tiempos, sino desde el yo. Si ambas partes se sentaran a conversar con el fin de reconocer al otro en la escucha atenta (ética) y se abriera la posibilidad de aceptar la diferencia y la distancia, se generaría un verdadero un reconocimiento del otro.
Pero las caricaturas no deben ser ya admitidas cuando se quiere aprender junto a una cultura aborigen, sino se les debe ver como un espejo donde se reflejan tanto los vicios como las virtudes. Por lo mismo, al acercarse a la palabra mapuche, la única pretensión ha de ser la de conocer al otro tal como es y no para hacer de él lo que uno quiera. Aquí juega un rol importante la escucha atenta que permite la aceptación del otro en su identidad y plantea un escenario donde no todo es proximidad, donde se puede estar incómodo, pero no por ello se inválida el discurso ajeno.
Por lo mismo, esto último no debe llevarnos a pensar que los conflictos morales son cuestiones que se pueden solucionar sólo con ternura y buena disposición, ya que para que éstos hallen solución se requiere más bien de un proceso de reflexión racional que permita revisar los argumentos de cada una de las partes a fin de llegar al núcleo del problema y a su posible solución. Por tanto, los problemas morales deben ser enfrentados desde la racionalidad, desde la revisión de los argumentos de cada una de las partes para que la salida del conflicto sea lo más justa posible. No se trata de una iluminación divina o de un crecimiento espiritual mediante la conversación y el debate (al menos no exclusivamente), sino de reflexionar sobre lo expuesto para poder aplicar justicia donde antes ha primado el conflicto y la tensión.
La búsqueda de una solución a un problema moral se basa entonces en la necesidad de reconocer al otro para ayudarlo a existir tal como es y no para invitarlo (violentamente o no) a ser como la mayoría o como el Estado desearía que fuera. La tendencia mundial es habitar en el multiculturalismo, pero esto debe entenderse como una pluralidad de comunidades diversas entre sí que son capaces de convivir en paz y en conversación sin necesidad de que una sea aplastada por la otra. En este sentido, nace la necesidad de que las partes lleguen a un acuerdo sobre el significado que les atribuirán a conceptos como identidad, derecho, dignidad, y sobre todo que lo hagan conscientes de que de estos conceptos fundamentales dependerá el desarrollo de su conversación en busca de un acuerdo. De este modo, se comprenderán desde el principio los problemas que surgirán en la búsqueda de una solución y se evitarán las soluciones temporales porque la misión principal es la conservación de las condiciones de vida y la identidad del otro por el mayor tiempo posible.
Un buen primer paso que cada chileno debiese dar, parece ser el de asumir la bella morenidad, como propone el poeta Elicura Chiuailaf; mapuchizarse, como propone Pedro Cayuqueo; o educarse y fortalecerse moralmente, propone este artículo. Releer la historia con cuidado, confianza y ternura para que podamos vernos en el otro como un prójimo de igual dignidad.
[1] Utilizamos la palabra aborigen en el sentido que le da Ziley Mora en su obra Filosofía Mapuche: “esta cultura es aborigen; es decir, está “cerca del origen”, cerca del ser genuino de las cosas” (MORA, 2001: 7).
[2] Entre 1860 y 1883 se llevo a cabo un plan de ocupación de la Araucanía por parte del Estado Chileno, con el fin de terminar con la autonomía territorial que tenían los mapuche en el sur de Chile. A pesar de la resistencia, el resultado fue la expulsión de los mapuche de sus tierras para reemplazarlos por colonos.
[3] Palabra del idioma mapuche (mapuzungun), cuyos componentes tienen significado literal de: wall: toda; mapu: tierra. Es utilizada para referirse al territorio donde habitan los mapuche (gente de la tierra).
Por Cristal