Revista En Femenino
Cuando tienes hijos, una de las cosas que más entretienen a la gente a tu alrededor es buscar los parecidos biológicos de los enanos con sus padres y familiares directos. Es difícil no sucumbir a una práctica que es absolutamente generalizada y a veces es hasta divertido. "Tiene tus ojos", "la nariz es del abuelo", "mira le salen ollitos al sonreír como a tu hermana", "los labios son claramente del padre"... este despiece físico, como si de una carnicería se tratase, es principalmente intenso cuando son bebés, que es más difícil y además cambian mucho y constantemente, lo que da más juego, pero se prolonga durante los años siguientes.
A medida que la criatura va creciendo y empiezan a emerger los rasgos de su personalidad, la búsqueda de parecidos deja de ceñirse a lo evidente y se vuelve más introspectiva: "es tranquilo como su papá", "cabezona como su madre", "perfeccionista como su tío"... y así hasta el infinito y más allá. La gente suele creer que te halagan cuando la balanza de parecidos se inclina hacia tu lado y supongo que en bastantes casos será así, pero ¿qué pasa cuando no te gusta mucho como eres? ¿qué ocurre cuando a ti lo que te hubiera gustado es que se pareciera al otro?
Cuando eres muy consciente de tus defectos, cuando llevas media vida luchando (a veces en vano) contra ellos, cuando sabes lo cuesta arriba que te lo ha puesto determinado rasgo de tu carácter, lo último que quieres es que tus hijos lo hereden, que tengan la mala suerte de sacar lo peor de ti.