Desde los tres años hasta tercero de BUP fui al mismo colegio, un sitio privado que dejaba mucho que desear en muchos aspectos, uno de ellos, en la competitividad tan grande que fomentaban en las clases. En cualquier caso, se fomentara o no por los profesores, yo obtuve pronto mi etiqueta de empollona.
Aún ahora, muchos años después, no dejo de pensar en lo injusto de la etiqueta. En primer lugar, yo no respondía a ese patrón, para nada. Siempre tuve la suerte de tener facilidad para los estudios, para mi nunca fue difícil aprobar y sacar buenas notas, como se suele decir, lo hacía con la gorra. Probablemente era una de las alumnas que menos estudiaban de la clase pero tenía la mala suerte de hacerlo rápido y bien. Digo mala suerte porque en aquellos años (y me imagino que la cosa ahora andará igual) lo que molaba era ser un hacha en educación física, que tus padres te dieran mucha libertad para empezar a salir cuanto antes, echarte algún noviete... Sacar buenas notas no era algo que estuviera reconocido, al menos no entre los compañeros de tu edad.
En cualquier caso, aunque yo hubiera sido una niña de sentarme horas y horas buscando el ansiado 10, la etiqueta, o al menos el peso peyorativo de la etiqueta, es una injusticia. Que un niño sea estudioso, responsable y preocupado por sus estudios, no debería ser nunca un motivo de burla... Aunque esta deba venir ya desde hace siglos atrás.
Lo cierto es que yo nunca me desprendí de esa etiqueta, la he tenido siempre que he cursado unos estudios: en la carrera, en el máster... Y eso que con los años aprendí a ser discreta, a disimular las cosas que me resultaban fáciles, a nunca dar detalles de si algo me había costado mucho o poco... En definitiva, a ocultarme.
En realidad, no quería hablar de esa etiqueta, sino de otra que hoy he verbalizado, que le he adjudicado a mi hijo, y que al darme cuenta de ello me he sentido francamente mal.
Cuando esta mañana ha salido de AT ha tropezado con su carro y se ha caído todo a lo largo, boca abajo. No se ha dado en la cara porque le he cazado al vuelo, pero era una caída firme candidata al chichón.
Según le recogía del suelo le he dicho: "cariño, hay que ver lo torpe que eres".
No había terminado mi frase y ya me estaba arrepintiendo.
Lo cierto es que es muy posible que mi hijo sea torpe. Yo soy una persona muy extremadamente torpe, me doy golpes constantemente con las puertas, tengo las piernas siempre llenas de cardenales, me pego en la cabeza, tropiezo por la calle, se me cae todo al suelo... Y mi hijo parece que va por el mismo camino, o al menos ahora mismo todo lo que tiene de spiderman lo tiene de pepe viyuela, para qué negarlo.
Ahora bien, adjudicar etiquetas es malo, malísimo. Mi marido a veces se ríe de lo torpe que soy y sólo consigue que me sienta mal, que me ponga más nerviosa y que no de pie con bola. Si me aturullo entonces sí que soy incapaz de hacer nada a derechas. Cuando uno se considera a si mismo torpe, y todos se encargan de recordártelo, es difícil mejorar.
Todos hemos llevado o llevamos alguna etiqueta colgada. Es complicado quitársela de encima, primero porque los demás no suelen poner las cosas fáciles para ello y segundo porque nosotros mismos nos hemos acostumbrado a llevarla. Pero es trabajo de todos dejar de categorizar a la gente por sus puntos débiles (o supuestamente débiles) porque los perfectos no existen. Para ser libres, debemos poder ser como somos, sin necesidad de escondernos para que no nos señalen.
Hoy me castigo a mi misma. Muy mal, muy mal.