No me busques, encuéntrame.
Ha pasado ya un invierno congelado y Julia no se ha marchado. Sigue ahí. Parece marchita, pero está llena de vida. Casi nadie se atreve a mirarla. Se pone pelucas, gafas enormes de sol, trenzas de espiga. Tiñe su pelo de negro azabache, de rubio, de rojo fuego, se hace mechas verdes. Nadie la entiende, o sí, pero pocas personas se lo demuestran.
A Julia no le gusta la lluvia, odia los paraguas, ha hecho de su alma una barrera infranqueable para que nadie le cale el corazón. Qué idiota… Como si esas cosas pudieran controlarse. Enreda su pelo en sueños de colores aún a sabiendas que la hostia será monumental.
Busca canciones en las que encontrarse. Apaga su fuego con pompas de jabón. Llora a escondidas y delante de quienes no quieren que la vean hacerlo. Aprieta los puños, hace chirriar sus dientes, enrojece sus ojos, se vacía, y vuelve a sonreír.
Hay tardes en las que baila descalza, con camiseta de tirantes negra y braguitas que apenas cubren sus nalgas. Quiere volar. Y es que cuando Julia despliega sus alas, no hay ángel que le haga sombra. Salta de nube en nube, y al séptimo trago de cerveza, golpe de realidad.
Baila, golpe, moratón, baila, se desliza suavemente, golpe, herida, tocada, hundida.
Ella busca la calma, y a la vez, le atormenta lo que puede necesitar para conseguirla. Quiere ser libre y abrazada en mitad de la noche porque está muerta de miedo. Tirita de frío, se abraza sola, saca de su mesilla de noche las tiritas para tapar las heridas que puedan provocarle. Está afónica de gritar en silencio.
—Solo quiero que me digas si estás bien.—
Le han roto el corazón siete veces. Sigue cruzando las calles llenas de cristales con los pies descalzos, despeinada y con una venda en los ojos. Se niega a morir. Prefiere la sangre roja, su corazón está en stand by. No está rota, está floreciendo en el jardín de los imposibles.
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