Lo peor de todo siempre es el silencio.
Esa paz de mentira, esa angustia flotando en el aire, casi como una niebla invisible, algo así como subir una montaña y sentir la falta de oxígeno oprimiendo tu pecho. Y sientes que casi no puedes respirar. Y te ahogas. Y quieres gritar, lo necesitas, tu cuerpo lo pide. Lo exige. Y te callas, te muerdes la lengua, te tragas las palabras, la bilis, las ganas. El miedo. Ni siquiera parpadeas. No te mueves. Por si acaso. Para no joderlo todo.
El cuerpo poco a poco se ha vuelto estatua.
La luz y los colores y las risas y la música y la vida se paraliza con su llegada. El mundo deja de moverse y todo adquiere un tono mate. Nada vibra. No hay brillo. El oído se agudiza para detectar cualquier detalle diferente en su forma de abrir la cerradura, de girar el pomo, en sus zancadas, en el modo de quitarse la chaqueta y besar la mejilla que espera, congelada. Eres un resorte, a punto de saltar en cualquier instante. Siempre alerta.
Vivir se ha convertido en una eterna espera.
Naufragar constantemente en la quietud que precede a la tempestad. Que sabes que llegará tarde o temprano. Tal vez desatada por una comida demasiado fría, un café demasiado caliente, una falda demasiado corta, una sonrisa demasiado amplia, una voz demasiado alta, una respuesta demasiado lenta, un día demasiado largo. Bracear contracorriente en el autoengaño, queriendo creer que hoy no pasará. Lo que atormenta la calma.
Hay momentos que crees que alivia el golpe.
Se desata el huracán, la primera hostia hace tiempo que ya no te pilla desprevenida. La esperas y casi la agradeces. Al fin puedes romper, a gritar, a llorar, a suplicar. Acabas en el suelo, contando muy despacio los segundos, sabiendo que cuando arrecie la tormenta, podrás descansar. Te fijas en una mosca que se estrella constantemente contra el cristal de la ventana cerrada. Te sientes como ella, pequeña, absurda, ridícula, luchando contra el sol.
Y flotas en lo que confundes con casi felicidad.
En realidad es lodo, fango, podredumbre. Son migajas de mierda que te ofrece y tú atesoras como malditas piedras preciosas. Son te quieros de saldo, falsos arrepentimientos, disculpas obscenas para sentirse Dios y pisotearte. Son abrazos y días tranquilos y algún que otro ramo de rosas color sangre. Son miradas condescendientes ante los demás, y maquillaje en el pómulo camuflando el daño. Es de nuevo el centro del maremoto, renaciendo.
Que se joda de una vez la marejada.
Y la calma. Y la lluvia y el frío y los rayos y centellas. Y ese pánico. Y las miradas anunciando el golpe que te cortan la respiración y te clavan al suelo. Y él. Y los puñetazos y las patadas y el desprecio. Y la culpa, y la angustia constante por no ser lo suficientemente buena. Grita, sangra, desmorónate. Pide ayuda. No estás sola, no tengas miedo. No te creas sus palabras. No te atormentes más. Saldremos de esta, créeme, aunque sea empapadas.
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