Vivimos en una formación social hiper-estatizada, como no ha existido jamás otra en la historia, lo que hace de ella la sociedad no-libre por excelencia, en la cual unas minorías numéricamente ínfimas ejercen una dictadura política omnímoda sobre la gran mayoría.
Los sujetos de ésta, al padecer un sistema de dominación múltiple, están perdiendo incluso su condición humana a causa de la abyecta vida hiper-sometida que son forzados a llevar, lo que resulta ser la calamidad determinante del actual momento histórico.
La libertad es en el presente el asunto número uno, libertad que se ha de conquistar, ante todo, contra el Estado, de manera que una futura revolución debe, en primer lugar, realizar la libertad política, civil y de conciencia, en una sociedad cuya característica más notable ha de ser su naturaleza aestatal y antiestatal.
No es el parlamento, elegido por el voto emitido sin libertad, quien ejerce el poder real, sino El Estado, desde sus diversos ministerios y departamentos, que no son elegibles y que se autoperpetúan. Quienes disponen de lo más sustancial del poder efectivo son los mandos del ejército y de las policías, los altos cuerpos de funcionarios, el cuerpo de catedráticos de universidad y el aparato judicial. El parlamento y los partidos políticos (partido único de partidos) poseen un poder de cara a la galería, delegado y no esencial.
El presidente del gobierno, quienquiera que sea, ha de seguir las indicaciones que le llegan de los jefes del ejército, los altos funcionarios y los catedráticos, sobre todo, pues su función es esa precisamente, ocultar con su carácter «electivo», la gran tramoya dictatorial y totalitaria que son las sociedades contemporáneas que se autoproclaman «democráticas».
Bajo el actual régimen, el voto no es libre, pues falta la precondición necesaria de ello, la libertad de conciencia. Sin libertad de conciencia no puede haber actividad comicial democrática, ya que quienes dominan mentalmente a las masas deciden el sentido del voto de éstas, en pro de candidatos, previamente fabricados, de derecha, centro o izquierda, según las circunstancias. Por tanto una futura sociedad libre ha de desmantelar la actual «sociedad de la información», desde el aparato universitario a la industria del ocio, pasando por el gran montaje mediático, para que los decisivos actos psíquicos de pensar, decidir y escoger sean realizados en el interior del individuo, y no impuestos desde fuera. Hablar hoy del voto como de un acto «libre» es una injuria al sentido común.
Por tanto, ni el presidente del gobierno ni el parlamento «representan» al pueblo, sino que éste ha sido violentado anímicamente para que los elija. Representan a los poderes del Estado, y de la clase empresarial, que son quienes efectivamente los han seleccionado y puesto donde están. Por ello, el izquierdista ingenuo que cree que emite «libremente» su voto ha de saber que, escoja a quien escoja, éste siempre será el candidato de los militares, los policías, los cuerpos de funcionarios, los pedantócratas académicos y los jerarcas del temible aparato judicial. El parlamento, esa tropilla garrula de ignorantes, gandules y vividores, no hace las leyes (dada su incultura y horror al trabajo no sabría ni quería hacerlas), sino que se limita a rubricar lo que las autoridades efectivas del Estado les ponen delante, sea lo que sea. Por tanto, el poder legislativo no lo ejerce el parlamento sino el ente estatal que, conviene recalcarlo, no es electivo. La no designación de los metapoderes, o poderes fundamentales, en la sociedad actual, asunto del que nunca se habla, es la expresión más obvia del carácter de dictadura que posee su régimen político, dictadura algo distinta en la forma, pero no en la esencia, a la franquista. Ello lleva a la conclusión de que la revolución por hacer ha de realizar, en primer lugar, la libertad política.
Se nos dice machaconamente que el régimen actual es una «democracia representativa», lo cual es una contradicción en términos. Dado que democracia es, incluso etimológicamente, el gobierno del pueblo, se deduce que si quienes gobiernan son los supuestos representantes del pueblo no lo hace éste, de manera que si el régimen es representativo no puede ser democrático, salvo en las fórmulas de mercadotecnia con que es «vendido» a la masa sometida y embrutecida desde arriba de manera concienzuda. Pero no sólo no es democrático, sino que ni siquiera es representativo, pues para serlo la elección de los supuestos representantes populares que se sientan en el parlamento tendría que ser lo bastante libre, esto es, realizarse en una sociedad con libertad de conciencia y pleno control sobre ellos, en la que las decisiones electivas fueran razonablemente libres y auto-determinadas. Puesto que ello no es así, no puede hablarse con propiedad de representación, de manera que el vigente sistema político es una dictadura pura y dura, oculta bajo un carísimo embeleco de votaciones, urnas, «líderes» manufacturados y mercadeo televisivo.
Los partidos políticos actuales son nada más que unas secciones del aparato estatal, que cumplen la función que les asignan los poderes del Estado: prometer, mentir, adoctrinar, estafar, enfrentar, aparentar y, si llega el caso, amenazar. Su maquinaria, en lo económico, es un pozo sin fondo, de manera que son entes venales e inmorales que corrompen, con su avidez insaciable de dinero, a todo el cuerpo social. Al margen del aparato estatal no serían nada, pues éste financia quizá hasta el 75% de sus muy cuantiosos gastos, proviniendo el resto de donaciones de la oligarquía financiera y de la corrupción.
McM