¡Ay señor! No es que es que el viento se haya llevado cosas. Que lo ha hecho. Mis ganas de vivir y el poquito control que todavía ejercía sobre la generación espontánea de pelusas, entre otras cosas. Fue llegar el viento, tumbarme con una gripe de aúpa, y empezar a proliferar los malos hábitos por doquier. Yo tenía una blog en el que escribía con pasmosa frecuencia, una casa en la que reinaba un cierto orden, unas niñas que iban planchadas por lo menos dos días de cada tres y unas rutinas de higiene que mantenían a raya la fauna y la flora de puertas para adentro. Yo tenía una vida. Plena. Y llena. Muy llena.
Luego vino el viento. No sólo me arrancó de cuajo de mis cimientos marujiles, sino que además tuvo a bien devolverme a mis espirales de compulsión y desenfreno. Vino el viento, con más tarrinas de helado de las que un ser humano debería consumir, y con viejas series. Muchas series conocidas que había aparcado en el olvido aquel día grandioso en que decidí levantarme muy digna y gritarle al mundo “Me llamo la madre tigre y soy serieadicta”. Una semana ha pasado. Una semana en la que me he visto dos temporadas de Anatomía de Grey, otras dos de How I met your mother, otra de Glee, media de Six feet under y una y media de Gossip Girl. Casi nada.
Y aquí me hallo desconsolada redactando un manifiesto para la lapidación inmediata del peluquero de Dan Humphrey y Chuck Bass. Inmersa en sueños calentorros con el Dr. Hunt y más internos de los que quiero recordar. Al borde del ataque de nervios cada vez que me tengo que tragar la musiquita desquiciante que tanto me recuerda a la de Dexter, y despertándome con sudores fríos cada vez que pienso en ese esperpento musical que llaman Rachel Berry.
Ahora resulta que ver series es cool. Son muchos los que se declaran expertos en la materia mentando casi siempre a Los Soprano y Seinfeld como los precursores de la era de las series y orinándose en las enaguas con Homeland. No seré yo la que vilipendie la merecida reputación de estas grandes series pero queridos míos los serieadictos de verdad, los de toda la vida, nos curtimos en otras batallas.
Un serieadicto de casta creció viendo Flamingo Road, Canción triste de Hill Street, MASH, La Ley de Los Ángeles, Dallas y Dinastía. Desayunábamos con Santa Bárbara, comíamos con Falcon Crest y cenábamos con Remington Steel. Vimos Luz de luna, nos reímos con El Súper Agente 86 y nunca renegamos de Se ha escrito un crimen. Nos tragamos Embrujada y La Familia Addams sin rechistar y en verano hacíamos la digestión con El Coche Fantástico, El Equipo A y El Superhéroe Americano.
Nos iniciamos en los sitcom con Bill Cosby y los vimos todos pasando por Arnold, Los Problemas crecen, Juzgado de Guardia, Alf, Cheers y aquella de Michael J. Fox donde Mónica Geller hizo sus primeros pinitos. Luego vinieron los tiempos de Aquellos maravillosos años, Blossom, Padres Forzosos , El Príncipe de Bel-Air, el cansino de Steve Urkel y, por supuesto, la grandiosa Roseanne. Los pioneros Canal + tuvimos la gran suerte de ver las primeras temporadas de Friends, Dawson’s Creek, los mentados Soprano y Sexo en Nueva York antes de que se convirtieran en fenómenos de masas pero no dejamos de ver otras series menos conocidas como De repente Susan o El Secreto de Verónica.
Para el drama nos bebimos Twin Peaks, aunque nadie sabe todavía quién demonios mató a Laura Palmer, sufrimos más que su padre cuando Brenda perdió la virginidad, vimos los inicios del Dr. Mancini y no dejamos de ver el grandioso spin off Modelos, ni a la sosa aquella de Felicity.
Y todo esto lo hicimos antes de 24 y Prison Break. Mucho antes de Entourage, Arrested Development y Weeds. Para llegar a Lost tuvimos que pasar por Huff, Freaks and Geeks, Damages y The O.C. Es cierto que vemos Mad Men, Downton Abbey y The Good Wife pero también vemos Misfits, The Office y 30 Rock. Entre otras cosas. Porque nosotros, los serieadictos de toda la vida, lo vemos todo. Sin excepción.
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