Revista Cultura y Ocio
El gato negro, de Gino Severini
—Ahora duerme —responde la madre por teléfono a la pregunta de su amiga—. Un respiro, porque así podemos seguir charlando sin interferencias, que con esto de la maternidad no tiene una tiempo para nada —continúa su cháchara mientras la noche engulle con avaricia las ventanas del salón.En la habitación del niño, las cortinas se mueven levemente. Un ruido apenas perceptible da fe del negro intruso que se ha colado en la casa. Envuelto en el silencio cómplice de sus movimientos felinos, se encarama sobre la cuna y mira a la criatura humana con curiosidad no exenta de miedo. Confiado por su quietud, decide acomodarse junto al bebé. Espera encontrar calor, aprovecharlo. Los bebés son una delicia mientras duermen, el paraíso de un buen gato. Nada más rozar a la cría humana, da un respingo, se le arquea el lomo y salta al suelo mientras un maullido áspero se le escapa como una repulsa airada. El frío enojoso escondido dentro de la cuna no es de su agrado. Con precipitación, brinca al ventanal y sale de allí con urgencia, como si fuera perseguido por todos los demonios gatunos.—Te dejo, que me ha parecido escuchar algo raro en la habitación del peque —se despide la madre de su amiga. La mujer entra temblando a la habitación del hijo. Parece que empieza a hacer fresco, el otoño se nota ya en el anochecer. Comprueba que la criatura no duerme, que no se agita su pequeño cuerpo al compás de su respiración pausada. Lo sacude con suavidad primero, con desesperación después. El dolor la desgarra, las lágrimas la anegan. No encuentra explicaciones. Debe estar soñando. Eso es: una terrible pesadilla. Se pellizca en los brazos y grita desesperada. No duerme, lo que vive es real. Ignora la visita de una presencia misteriosa, la que ya se halla lejos, perdida entre las sombras de la noche, horrorizada como ella misma lo está. Cierra la ventana abierta entre hipidos. Se apoya en la pared y se desliza hacia abajo como si fuera agua, hasta quedar sentada en el suelo en actitud abatida. Intenta serenarse, aunque intuye que el mundo ha dejado de tener sentido y puede permanecer para siempre con esa apariencia confusa y terriblemente dolorosa. Se argumenta varias explicaciones que compiten en su codicia luctuosa. No sabe por cual de ellas optar, pero cualquier observador secreto puede dar fe de que en los ojos aterrados de la madre la culpabilidad se ha instalado con ansias de permanecer allí de manera definitiva. La vida ya no le parece una aventura emocionante. Lo que sea de ella bien poco le importa. Así de frágil es la naturaleza humana, piensa desolada. Así de débiles son esos seres bípedos, concluye el gato sin ser consciente de que ha pensado.