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Señora, caballero, ¿tiene Ud. un enemigo y no sabe aún que regalarle en las entrañables fechas que se avecinan? No se preocupe porque tengo la solución. Regálele a esa persona a la que profesa tanta manía un ejemplar de la novela que hoy nos ocupa, “Lo que esconde tu nombre”, de Clara Sánchez, Premio Nadal 2010, uno de los mayores truños que me he echado a las gafas en los últimos tiempos. Sólo el pensar que este despropósito es colega, por ejemplo, de “Nada” de Carmen Laforet, en tanto que ambos títulos consiguieron el prestigioso galardón, me hace abominar de estos concursos más que de ‘El juego de tu vida’.
Lo confieso, piqué como un tailandés, me ilusioné como un luso iluso cuando leí la breve reseña donde se contaba que la novela iba de nazis ocultos en España, de sus cazadores y de sus devenires. Incluso, teniendo como tengo, alguna historia particular con uno de estos refugiados, y aprovechando las oportunidades que nos brinda la Red para comunicarnos con los autores, imaginé lo interesante que podría ser el establecer contacto con la propia Clara Sánchez, comentarle mis inquietudes, alabar su trabajo, quedar —¡¿quién sabe?!— con ella, iniciar tal vez algún romance, culminar con un hijo el fruto de nuestro amor… ¡ah, es tan fácil y tan grato dejarnos ganar por las ensoñaciones…! Pero al cabo, y tras leer la novela, tengo la certeza de que nada de esto se producirá.
No. Nada de lo que me imaginaba sucede en el libro, un endeble thriller en el que en ningún momento, ni personajes, ni situaciones ni diálogos ofrecen las mínimas dosis de credibilidad. Estructurada la novela en dos voces narrativas que se van sucediendo por riguroso turno: Julián, Sandra, Julián, Sandra, Julián, Sandra… etc. lo ameno de la redacción no excusa que, en vistazo general, se eche de menos a un Renault Cuatro Latas corriendo a toda pastilla por una urbanización playera mientras suena de fondo una musiquilla de dabadabadá. Exacto: Y es que la novela, en conjunto, parece una película de los años 70 rodada en Torremolinos. O para resumir en metáfora visual, una olla llena de cientos de agujeritos por donde se escapa toda el agua de la historia.
Julián, octogenario, republicano español residente en Buenos Aires y antiguo prisionero en el campo de Mauthausen, regresa a España para concluir su oficio de cazanazis desenmascarando a los miembros de una pequeña colonia radicada en algún punto de la costa mediterránea. Allí es donde conocerá a Sandra, la otra protagonista, muchacha que trata de ordenar su vida pasando unas vacaciones solitarias; su embarazo será la indirecta causa que la lleve a contactar con el grupo de antiguos SS y que la hará nexo entre ellos y Julián. Dicho así, el planteamiento de la novela podría resultar hasta interesante. Incluso así me lo pareció hasta… hasta… hasta la página 20 más o menos, que fue cuando me convencí de que aquello que se presentaba ante mis gafas era una calamidad insostenible.
¿Qué cómo siendo la novela tan mala (créanme, es una novela muy mala) he llegado a concluirla? Pues muy fácil, utilizando un método infalible: Co-mi-fi-cán-do-la. Esto es, convirtiendo lo pretendidamente serio en un puro disparate por el sencillo medio de cambiar las caras a los protagonistas. Me explico: Si en un principio imaginé que al vejete Julián podría encarnarlo a la perfección el omnipresente actor argentino Federico Luppi, no tardé en cambiarlo por el que fue genial cómico italiano Totò… y si Sandra, la inestable muchacha embarazada, me pareció a las primeras de cambio una de esas actrizuelas de serie televisiva patria, la bifurqué dependiendo la escena, o en la Lina Morgan más casposa de los tiempos del susodicho dabadabadá, o en una Gracita Morales con piercings y tatuajes. Fue gracias a este sencillo método como alcancé con la lectura de este engendro grandes dosis de diversión.
Concluida la novela — de la que por mucho que me esfuerce no consigo extraer nada memorable; ni una imagen, ni un personaje, ¡ni una frase!— la pregunta que surge es de las denominada de cajón… ¿cómo que el Premio Nadal fue a parar a…? Bah, no sigamos; no merece la pena.
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