Hemos llegado casi al ecuador de Octubre, el mes del miedo por excelencia y por eso me he animado a participar en la convocatoria del blog PLEGARIAS EN LA NOCHE.En esta ocasión se nos animaba a escribir sobre una leyenda de nuestro país. Como España es riquísima en este tipo de historias, yo he cerrado bastante el círculo y os traigo una leyenda gaditana.
Se llama "La casa de los espejos" y me he tomado la libertad de narrarla incluyendo ciertos detalles para enriquecerla. Como al final se ha hecho un poco larga, la voy a publicar en tres entradas ya que la convocatoria está abierta todo el mes.
¡Ojalá te guste!
-¡Pero padre! ¿Otra vez se marcha?
Don Luis Álvarez de Comillas miraba con compasión la carita llena de pecas de su preciosa hija única, Encarnita. Tenía unos enormes ojos miel, iguales a los de su madre, que hoy brillaban como el ámbar porque la pobre, estaba a punto de llorar.
Y es que desde que Doña Encarna, la esposa de Luis, falleciera hacía un par de años presa de terribles fiebres, la pequeña se había refugiado en el cariño de su padre, a pesar de que este apenas estaba presente.
- ¡Ay, mi querida Encarnita! Sabes que tengo que marchar. En esta ocasión los negocios me llevan a las tierras antillanas. Pero te prometo que a la vuelta, te traeré un espejo nuevo…¡más bonito que todos los anteriores!
Mientras decía estas palabras con cierto tono teatral, Luis levantó a la pequeña en volandas, haciéndola girar por su dormitorio. Este movimiento, lleno de fru-frús de las enaguas de encaje de la niña, y acompañado por el vuelo de sus tirabuzones caoba, se reflejó en los más de cuarenta espejos que decoraban las paredes de su cuarto.
Redondos, cuadrados, con forma de rombo o irregulares. Revestidos de marfil, adornados con piedras preciosas, con plumas, con una humilde base de juncos tejidos: los espejos del dormitorio de Encarnita eran ya tantos, y tan peculiares, que se había extendido el rumor por la ciudad gaditana de la curiosa manera en que la niña decoraba su cuarto.
No en vano Don Luis, le traía de cada uno de sus viajes allende los mares, un nuevo espejo, cada vez más original y extravagante que el anterior. Es por eso que en la tacita de plata, siempre tan dada a crear apodos y chascarrillos ante cualquier dato curioso, se empezó a llamar a la morada de Don Luis, “La casa de los espejos”.
Un espejo pequeño como un monóculo, lleno de perlas en su base; otro tan grande que casi ocupaba la pared entera de un lado del dormitorio, pintado en pan de oro y con miniaturas que contaban leyendas precolombinas; uno más, cuyos adornos afilados eran tallas de huesos de tiburón…todos estos particulares presentes fueron siendo testigos del paso de los años sin que Encarnita supiera, que pronto, muy pronto, su destino cambiaría drásticamente.
(continuará)