Es ya un clásico la idea de que es menester aprender de los errores del pasado para no cometerlos en el futuro. Frase que no tiene porqué concebirse solo para el ámbito personal sino también para la larga y accidentada, aunque muchas veces bienaventurada, historia de la humanidad. El hecho de que esta idea, aunque mediante distintas frases, se pueda poner en boca de grandes personajes de diferentes épocas y ámbitos geográficos, tales como Alejandro Magno, Julio César, Adam Smith o Winston Churchill nos da una idea de hasta que punto ha sido pocas veces seguida por las siguientes generaciones. Lo que provoca en la fatídica necesidad de recordarlo mediante la experiencia.
Se presenta, hoy por hoy, un escenario ante Europa que es digno de analizar. Se presenta la oportunidad de seguir esa máxima. Europa se enfrenta a una encrucijada.
Por un lado apreciamos su ya tradicional estado del bienestar, estandarte sobre el que se apoyo la recuperación no solo económica sino también moral y social del continente tras la segunda guerra mundial. Por otro lado, este estado de bienestar provoca que los gobiernos hayan necesitado incurrir en grandes gastos y ha aumentado el déficit, cubierto por la deuda. Cierto es que varios países han fracasado en su modelo debido a corruptelas u otros fallos. Pero, aún así, el estado de bienestar es el principal motivo de gasto, especialmente en un continente envejecido y con una escasa tasa de relevo generacional.
La pregunta que se plantea, que en realidad son dos, es la siguiente: ¿A qué debe renunciar Europa, al estado de bienestar o a la deuda?
Para tratar de responder a tan ardua pregunta, aún sabiendo que múltiples grupos de presión subjetivos tienen clara la respuesta, deberíamos hacer un análisis de ambos conceptos y sus consecuencias. O, dicho de otro modo matemático, buscar observaciones anteriores para predecir, mediante un modelo, el posible desenlace de cada elección.
El peligro de la deuda ha sido siempre despreciado por aquellos que claman que es un deber irrenunciable del estado el proveer a sus ciudadanos de toda clase de beneficios sociales. Dicho en cierto modo, no está mal que otros paguen lo que nosotros merecemos. Felipe II se llevó a su tumba el recuerdo de tres fechas: junio de 1557, septiembre de 1575 y noviembre de 1596. Son las tres bancarrotas de la que fue la mayor monarquía del siglo XVI, la española. Todas ellas tuvieron un desenlace catastrófico. Quizás el menor de ellos fue el saqueo de Amberes tras la segunda bancarrota por aquellos que no pudieron cobrar sus deudas.
Felipe II fue incapaz de comprender que hasta el más grande de los imperios ha de cuidar de sus cuentas. En un momento dado llego a jurar sobre todos los ingresos notables del estado por los siguientes diez años. Cuatro años después tuvo que negarse a cumplir con sus deberes. Cada bancarrota supuso un agujero en el tejido económico del continente. Una crisis mayor debido a la paralización del crédito y, en consecuencia, un aumento del paro y toda penuria que trata de ser subsanada por el estado de bienestar.
La conclusión lógica de estos acontecimientos es que, salvando las diferencias de antaño, cualquier estado puede fallar a la hora de enfrentar un vencimiento. Ello, acompañado del vasto nivel de globalización existente, podría traer unas consecuencias peores. Un ejemplo contemporáneo podría ser el rescate de Bankia.
Si bien Bankia no es un estado tiene, en este sentido, la posibilidad de hacer el mismo bien o mal al tejido económico en el que opera. Si Bankia no hubiese sido rescatada el hecho de que no hubiese podido saldar sus deudas hubiese arrastrado a otras muchas empresas que dependían de esos pagos para cumplir los mismos suyos, comenzando así un efecto domino que hubiese dañado seriamente, y en mayor proporción, la red empresarial. Aumentando el paro y otro problemas para cada individuo. Imagine el lector si este ejemplo, similar a pequeña escala a la bancarrota de Felipe II pero siendo actual, fuese el de la Unión Europea que se colapsa.
David Lloyd George fue primer ministro del Reino Unido durante los dos últimos años de la I Guerra Mundial. Él, junto a Asquith, fue uno de los principales promotores de las “Liberal Welfare Reforms”. Dichas medidas, enfocadas a subsanar la precariedad de la sociedad británica en la primera década del siglo pasado, son consideradas la primera piedra del estado de bienestar moderno. Entre otros ámbitos trataban de paliar la pobreza, la reinserción laboral de los parados, la pésima calidad de vida de los ancianos mediante un sistema de pensiones o el casi inexistente acceso de las clases trabajadoras a la sanidad.
Lloyd no se consideraba, en modo alguno, un socialista. Él, como jurista inglés, diferenciaba dos clases de derechos: los naturales y los obtenidos u otorgados. La primera clase son aquellos que son inalienables del individuo por el mero hecho de ser humano. Ejemplos de estos son el derecho a la vida o a la libertad. La segunda clase son aquellos que la sociedad consigue a medida que progresa pero que no son inherentes a su naturaleza, como una jornada laboral de ocho horas, un sueldo mínimo o una pensión.
El estado no tiene pues el deber de garantizar los segundos, salvo que la sociedad haya decidido estipularlo así en su constitución nacional, pero sería un deber legal y no natural. Aunque bien es cierto que muchos de ellos obedecen a la máxima de que si hay una posibilidad de mejorar hay un deber moral de hacerlo.
Lleguemos, pues, a una conclusión. El posible hecho de que se produzca una bancarrota es una amenaza para todo cuanto consideramos avances sociales. Decir que el deber del estado es asegurar una serie de medidas de bienestar a costa de un aumento de la deuda es a su vez una falacia, como hemos visto según los criterios de Lloyd, y una irresponsabilidad, pues puede comprometer el actual y futuro progreso.
Europa, al igual que Occidente en general, se encuentra en el momento de reorganizar todas sus estructuras y en cierto modo, aún sin darnos cuenta, sus principios morales. El estado de bienestar es, por ventura, una realidad que Occidente ha alcanzado. Negarse a él es, desde luego, un retroceso. Ha existido una oportunidad de llegar a él y se ha cumplido con el deber moral de aprovecharla.
Sería un acto de soberbia por parte de quien aquí escribe tratar de dar una conclusión satisfactoria a tan seria tesitura, donde la necesidad moral y la necesidad económica se contraponen, en apenas mil palabras. Tan solo puede aventurarse a decir que mientras exista una oportunidad, aún a costa de sacrificar parte del modelo actual, ha de ser aceptada y trabajada con el fin de que no se comprometa posibles progresos. El pasado nos enseña los errores de despreciar la deuda, y los beneficios y deberes morales de proveer una vida digna en la medida de lo posible.
Ante todo tratemos de evitar las máximas grandilocuentes y subjetivas. Procuremos ser conscientes de que, a veces, es necesario ceder un terreno para más tarde reconquistarlo y avanzar. Idea que también podría ponerse en boca de multitud de estadistas.