Revista Cultura y Ocio
K. me habló esta mañana. Muy serio, circunspecto casi: tengo confianza en la bondad, creo que es lo único que importa. El amor está sobrevalorado. Toda posible salvación del género humano no pasa porque nos amemos más sino por lo buenos que seamos. En la bondad está contenido el amor, pero no sucede eso a la reversa: hay amores sublimes que no contiene bondad alguna. Parece que los alimentara la turbia presencia del mal, sospecha uno que acabarán reventando en pedazos, por mucho que brillen mientras sucede, cuando suena la música y la pareja baila en la pista de baile, pero la melodía deja de sonar y los danzantes se retiran, lo hacen a menudo, no miran hacia atrás, olvidan el porqué del baile, las razones por las que decidieron envalentonarse, exhibir su voluntad de arrimarse y de seguir el ritmo y de cuidar que no se desmanden los pasos. Tampoco está bien visto el bien, si se piensa con calma. Es el mal el que de verdad fascina, su hechizo venenoso. Vemos con pasmo cómo actúa alrededor nuestra, miramos con vehemencia, nos mueve el anhelo de que algo malo sucede para distraernos de nosotros mismos y poder considerar lo ajeno como si fuese propio, pero sabiendo en el fondo que no lo es, disfrutando del hecho de que no lo sea. No sabemos bien qué es lo que hace que el mundo gire. Ya no es el amor, como quiso Dante en boca de su Beatriz. Si lo es, por si alguien se declara a su favor y se esmera en contrariarme, es un amor fugaz, uno de esos amores fou de las películas francesas o la trama de una de esas novelitas románticas en las que la dama cae en brazos del galán equivocado y pasa por más brazos y la encaman más veces hasta que al final, cuando quedan unas pocas tristísimas y lúbricas páginas, encuentra al hombre de su vida (o a la mujer, el caso me parece el mismo) y pasean por un sendero que bordea un jardín de una casa en mitad de un valle. Hay otro amor perdurable, que se deja ver en ocasiones en personas de cierta edad, que han sobrevivido a guerras domésticas y han encontrado siempre algo por lo que continuar y echarse nuevamente a la pista de baile y probar a ver si, tantos años después, no han perdido el sentido del ritmo, esa sensibilidad con la que el que baila se impregna de la música y la tiene bien adentro y deja que ella mueva el cuerpo a su antojadizo capricho. Esa es la historia que merece la pena. Tal vez el mundo continúe girando por obra de ese amor mantenido (que nos sostenible, eso es un asunto de despacho de ayuntamiento) y no sea verdad que esté sobrevalorado. Tengo confianza en el amor, creo que es lo único que importa. Sólo descreo de él cuando suena a bolero o cuando lo esgrimen quienes no han puesto aún a prueba su entereza y sostienen la idea de que será infranqueable la muralla que han construido alrededor suya y que los años, lejos de hacer que flaquee, la apuntalarán mejor y le darán una reciedumbre más robusta todavía. Entonces Dante sonreiría y le escribiría a la posible Beatriz que estuviese por venir unas cuantas frases hermosas. Las que escogen de no sabemos dónde los poetas. A lo mejor es que el mundo es de ellos, de los poetas. Y todo lo demás (la liturgia de los abrazos, la hondura de las palabras) no sea nada más que adorno. Luego K. me dejó, no permitió que respondiera, no hubo oportunidad, suele pasar, no tiene voluntad de escuchar o no cree que nada de lo que yo pueda decir interese en ese momento.