La ciencia está llena de descubrimientos que son rechazados porque la sociedad y el tiempo en los que son concebidos no están preparados para asimilarlos o comprenderlos. Es el caso trágico de las aventuras que llevaron al doctor húngaro Ignaz Semmelweis a mediados del siglo XIX a descubrir el motivo por el que cientos de parturientas morían al poco de dar a luz en un hospital de Viena, y que, pese a la importancia clínica del descubrimiento, fue rechazado de pleno por la comunidad científica. En aquellos años nadie podía imaginar que unos seres diminutos e invisibles, lo que hoy sabemos que son los gérmenes, podían causar cientos de miles de contagios mortales en pacientes recién operados. Los cirujanos solían operar con mandiles de carnicero llenos de sangre seca, sencillamente, porque nadie creía ni practicaba la esterilización de los instrumentos. Y fue en esta situación donde germinó, pero para bien, el descubrimiento de Semmelweis. Como miembro del equipo médico de la Primera División de Maternidad del hospital, Semmelweis se sentía angustiado al ver que una gran proporción de las mujeres que habían dado a luz en esa división contraía una seria y con frecuencia fatal enfermedad conocida como fiebre puerperal o fiebre de post-parto. En 1845, el índice de muertes era del 6'8%, y en 1846, del 11'4. Estas cifras eran sumamente alarmantes, porque en la adyacente Segunda División de Maternidad del mismo hospital, controlada por parteras en lugar de por médicos, en la que se hallaban instaladas casi tantas mujeres como en la Primera, el porcentaje de muertes por fiebre puerperal era mucho más bajo: 2'3, 2'0 y 2'7 en los mismos años.
En un libro que escribió más tarde sobre las causas y la prevención de la fiebre puerperal, Semmelweis relata sus esfuerzos por resolver este terrible rompecabezas, ensayando todo tipo de hipótesis explicativas y sometiéndolas a contrastación. La historia de cómo el doctor descubrió la verdadera causa de la muerte de tantas mujeres parturientas se suele utilizar para aclarar el modelo hipotético-deductivo de las ciencias empíricas, como la medicina, porque es perfecto para distinguir la observación, la elaboración de hipótesis, la deducción empírica y la contrastación por experimentación. A nuestros estudiantes de Bachillerato les sirve para comprender que la ciencia no avanza siempre por sendero seguro y que, en muchas ocasiones, se lanza mediante la prueba de ensayo y error hasta el hallazgo final. Sin embargo, en esta ocasión, también ejemplifica como pocas historias el origen de ciertos bloqueos emocionales y de cómo estos pueden entorpecer, o cuando menos retrasar, el progreso científico. Y es que, una vez que Semmelweis diera con la causa del problema y descubriera la necesidad de esterilizar los instrumentos quirúrgicos, no pudo convencer a sus colegas que eran ellos mismos los responsables de las muertes de sus pacientes al manipularlos con las manos infectadas. Todo lo contrario, su idea generó animadversión y rechazo por ser considerada absurda y sin base científica. ¿Qué tipo de sustancia era esa de la que hablaba Semmelweis que no se podía ver ni entender? ¿Y cómo los ilustres doctores podían asumir que eran ellos mismos los responsables de la muerte de sus pacientes?
La imagen habitual de la ciencia es la de un saber que realizan personas que, dejando a un lado el elemento emocional, actúan según parámetros y protocolos debidamente construidos de acuerdo con principios lógicos y racionales. Pero casos como el de Semmelweis revelan la importancia del elemento emocional para comprender cómo se puede llegar a un descubrimiento en cuestión, y cómo luego este hallazgo puede (o no puede) fecundar en nuevas ideas. La ciencia se alimenta de lo que el ser humano puede concebir, pero siempre sobre un trasfondo de ideas que esperan, como escondidas, a ser recibidas o asimiladas por la comunidad científica en particular, y por la sociedad en general. En este sentido, y pensando ahora en la psicología como ciencia social, puede ser interesante explorar aquellos mecanismos y factores que, en terreno fronterizo entre lo natural y lo cultural, lo emocional y lo racional, actúan en los individuos para hacer posible lo que hasta ese momento aparecía sobre el trasfondo de lo inconcebible. Y, de esta manera, la pregunta que puede animar el ejercicio ya no es cómo explicó Semmelweis lo que estaba ocurriendo, sino cómo fue posible que lo que estaba ocurriendo fuera finalmente asimilado por la comunidad científica y la sociedad de su tiempo.