Hay días rosas y otros de un fuerte amarillo chillón. Otros sin embargo oscilan entre el gris oscuro y el gris nubarrón de tormenta. Nada nuevo que no sepas. Nunca adivinas qué va a deparar el día, porque un nanosegundo es suficiente para que cambie el curso de las circunstancias y se pase de un día cargadito de buenos momentos a un día que acaba como el rosario de la aurora.
La maternidad esconde bajo su manto el límite más limítrofe, válgame la redundancia, entre el blanco y el negro, el día y la noche, la paciencia y el desespero, la calma y la tempestad.
La maternidad tiene ese maravilloso don de hacerte experta en "malabarismos en tiempo personal", porque suele reducirlo al mínimo, sin común múltiplo ni nada, a pelo, y te deja todos tus planes aplazadísimos para la posteridad más lejana, sin fecha exacta.
Mi maternidad me regala momentos únicos; me ha convertido en alguien más que consciente de la suerte de tener la bonita familia que tengo, me obsequia con las sonrisas diarias de dos hijos felices, que se sienten amados hasta la médula, que se saben cuidados y que adoran estar con nosotros y ser parte importante de ese "equipo" que saben que somos. Pero como en cualquier maternidad, la mía también me regala noches eternas de ataques de asma, toneladas de impotencia, kilos y kilos de cansancio extra y paciencia con fecha de caducidad a corto plazo cuando los astros se alinean para que todo se ponga en contra y a los dos se les tuerza el morro a la vez.
Es en esos días de noche tras noche, y tarde tras tarde, en los que me descubro más ermitaña de lo que jamás habría imaginado. Es en esos días cuando reconozco el nuevo yo que me aporta esta maternidad cada vez más añeja: mi yo solitario, con los míos de casa, con mi gente, adorando la naturalidad de las cosas, ignorando las estridencias y las apariencias que no son más que eso. Mi maternidad esconde el amor por la sencillez de lo imperfecto, de la arruga, el orden desordenado, el regalo de un rato de silencio, el horror que me causan cada vez más el bullicio y el compromiso. Mi maternidad esconde noches de viernes y sábados con mi amor, enrollados en la manta mientras dejamos que el silencio y la calma nos abracen, sin más. Me regala tardes de invierno en casa, con o sin un chocolate caliente y un bizcocho acabado de hornear, paseos al sol mediterráneo mientras nuestros Pichu y Rubiazo hacen carreras por delante nuestro. Mi maternidad cada vez es más amiga de los buenos ratos con las personas que realmente valen la pena por su sencillez, bondad y naturalidad y menos de los asuntos que me relacionen con aquellas con las que tengo poco o nada en común, ya que cada vez me cuesta menos elegir sin sentirme mal por decir no.
Mi maternidad se compone de días en los que volaría a Honolulú y otros en los que podría escribir una oda al amor materno-filial. En esos días en los que pienso en comprar billete al paraíso es cuando crezco sin darme cuenta, a base de trompazos, de sentimientos encontrados y de reconocerme cazurra total.
Mi maternidad esconde días grises y días de nubarrones negros bien cargados. Esconde días amarillos y naranjas y días del azul claro más tranquilo.
Todo ese cúmulo de contraposiciones, opuestos, calma y nervio, soy yo; en esto me he convertido. Mi maternidad me ha permitido, y me permite, conocerme a fondo. A veces me gusto mucho, otras cruzaría a la acera de en frente para no chocar conmigo misma.
Seguiremos creciendo. Ser madre es el camino del crecimiento constante. O así lo veo yo.
CON M DE MAMÁ y de MATERNIDAD.