(JCR)
El presidente de Ruanda, Paul Kagame, imputado por crímenes de guerra por la Audiencia Nacional, visita España mañana (16 de julio) invitado por Zapatero. Yo, por mi parte, pienso unirme a los que nos sentimos ofendidos por la visita de este genocida y organizaremos una sonora pitada a la entrada del Palacio de la Moncloa a las 12;30h. Les invito a unirse a nosotros. Con Ruanda tengo una relación que me ha marcado, que empezó en 1984 cuando trabajé durante un año los fines de semana en un campo de desplazados tutsis a las afueras de Kampala. Muchos de ellos llevaban 20 años exiliados en Uganda, donde crecieron y se educaron. Eran los años en los que Kagame y muchos de los que ahora están en el poder en Ruanda luchaban en la guerrilla del Nacional Resistence Army (NRA) de Museveni, que tomó el poder en Uganda en 1986.
Cuatro años después, los tutsis que estaban en el seno del NRA invadieron Ruanda bajo el nombre de Frente Patriótico de Ruanda. A los pocos días Kagame, que se encontraba en una academia militar de Estados Unidos, se unió al FPA y se convirtió a su líder, después de que sus tres jefes militares principales murieran en circunstancias extrañas. Cuando comenzó el genocidio contra los tutsis (en abril de 1994) y todo el mundo hablaba de las matanzas perpetradas por las milicias hutu, nadie se interesó por las matanzas que, simultáneamente, el Frente Patriótico perpetró contra los hutus en las zonas que controlaba al norte de Kigali. Un misionero español con quien compartí un año de estudios en Londres, Joaquim Vallmajó, denunció la masacre de 2.500 hutus a manos de los hombres de Kagame en el estadio de Byumba. A los pocos días fue detenido por el FPA y asesinado a machetazos. En el auto del juez Andreu de febrero de 2008 está documentado que Kagamde dio la orden de matarlo.
Visité Ruanda en diciembre de 2007. Durante ocho días hablé con infinidad de personas que me contaron historias de horror sobre la represión desatada por el régimen de Kagame desde su subida al poder en 1994. Durante un recorrido de tres días por la zona de Ruhengeri, me mostraron lugares donde aldeas enteras fueron borradas del mapa en 1997 durante operaciones de contra-insurgencia. Tres cooperantes españoles de Médicos del Mundo que resultaron testigos incómodos durante esas masacres fueron asesinados a sangre fría, también por órdenes que vinieron muy de arriba.
Recojo a continuación algunas notas que tomé durante aquellos días y que dan testimonio de la catadura moral del invitado de la Moncloa.
“A mi regreso a Kigali hablé con dos personas con una historia similar. Los dos -un hombre y una mujer- formaban parte de los miles de sospechosos detenidos durante los años que siguieron al genocidio y que han languidecido en las cárceles del país. Los entrevisté por separado, con apenas una hora de diferencia. El encuentro con ambos me sumió en una profunda tristeza.
No tengo más remedio que llamarles “el hombre “y “la mujer”. De todos los países donde he estado, Ruanda es el lugar donde he tenido que extremar más las precauciones a la hora de entrevistar a personas de todo tipo (excepto las que cantaban las alabanzas del gobierno de Kagame), prometerlas hasta la saciedad que no mencionaría sus nombres ni ninguna circunstancia que pudiera identificarlos, y por supuesto abstenerme de sacarlas fotos desde cualquier ángulo.
El hombre pasó bastantes años en la cárcel. Fue detenido a las pocas semanas de tomar el poder el Frente Patriótico, en 1994. Si hubiera podido pagar los 200.000 francos (un euro equivale a 750 francos ruandeses) que le exigieron los que se ocupaban de su caso habría sido liberado mucho antes. ¿Su delito? Durante el genocidio, en una ocasión intentó llevar al hospital en su vehículo a un hombre Tutsi que había sido macheteado. Tuvo la mala suerte de toparse con una barrera controlada por los interahamwe, quienes le detuvieron y, a pesar de sus protestas, tras bajar a la fuerza al herido le remataron. Cuando llegó el Frente Patriótico unos vecinos le acusaron de colaborador y fue detenido. “Durante los primeros meses de confinamiento cada noche se llevaban a algunos de mis compañeros a los que nunca volvíamos a ver. Yo esperaba mi turno”, comenta con la amargura de quien aún no se ha repuesto de aquellos difíciles años.
La mujer había sido liberada sin cargos hacía pocos años, después de haber pasado siete años en la cárcel. Me relató su historia mientras no dejaba de frotarse las manos, con un gran nerviosismo, bajando la cabeza y hablando atropelladamente. Durante la locura del genocidio ocultó en su casa a una amiga Tutsi, hasta que un día las bandas armadas la descubrieron y se la llevaron para matarla. Ante el avance del Frente Patriótico huyó al Congo con su marido y sus hijos, donde se instaló en uno de los campos de refugiados de Goma. Recordaba el día en que los soldados del Frente Patriótico, tras cruzar la frontera, entraron en los campos de refugiados disparando a matar a los que se le ponían delante. Su marido desapareció y ella se encontró sólo con dos alternativas: o seguir escapando con sus hijos hacia delante, por la selva, como hicieron muchos cientos de miles de sus compatriotas que terminaron por ser masacrados, muchos de ellos por el Frente Patriótico o por morir de inanición, o regresar a Ruanda. Eligió la segunda alternativa y cuando volvió a su pueblo fue acusada de haber llamado a los hutus que mataron a su amiga tutsi. En la cárcel recibió palizas repetidas veces, aunque asegura que “más doloroso aún fue cuando lloraba por mis hijos y mis guardianes me gritaban: ahora no son tuyos, son del Estado”.
…A mi regreso a Kigali me encontré con un hombre de unos 50 años que me pidió una y otra vez que no mencionara su nombre. Había quedado con él el día anterior. Los ruandeses, en general, son poco dados a expresar sus sentimientos en público, pero este hombre a punto estuvo de echarse a llorar durante las dos horas que duró nuestra conversación.
Despacio, muy despacio, con una pena inmensa, me contó cómo en julio de 1994 los soldados del Frente Patriótico, en su avance tras la conquista de Kigali, atacaron su aldea: “Agruparon a 150 de mis familiares y les dijeron que tenían que llevarlos a un lugar cercano por su propia seguridad. Al día siguiente al amanecer los mataron a todos: mis padres, hermanos, hermanas, sobrinos, cuñados... sólo quedó una persona para contarlo. Nunca hemos podido darles un entierro digno porque se negaron a decirnos dónde ocultaron sus cuerpos”. Con los ojos a punto de estallar en llanto me aseguró que no sentía ni odio ni rencor hacia nadie, pero que sólo quería saber dónde están para organizar un funeral por ellos.
No fue el único caso. Al día siguiente me reuní con otro hombre algo más joven. Durante el genocidio se encontraba en el Este del país. Allí presenció matanzas de miles de Hutus, más o menos por las mismas fechas, es decir, cuando llegaron las tropas del FPR. Le pregunté su opinión sobre si era posible una reconciliación en Ruanda. Tras encogerse de hombros, sentenció: “ Todos ansiamos la reconciliación, pero es muy difícil de conseguir cuando no podemos contar toda la verdad”.