A mi hermano, que se ha pasado a la bicicleta estática
Si hace unos días alguien reclamaba o recordaba o reivindicaba, con toda la fuerza con la que puede hacerlo la persona singular, la vuelta a la cultura del contacto y de fuegos existenciales que antaño generaban comunidades de hombres y mujeres, ahora, con la nueva política confinada, y constreñida, aquella llamada a la libertad resulta absurda o de otro tiempo. ¿A quién se le ocurriría volver a la cercanía y la proximidad cuando el globo mismo es un repelente existencial y ya hay pinchos que nos separan? ¿Acaso no estamos ya con respiradores artificiales aspirando el aire que nos dicen y espirando el que nos dejan? ¿Acaso no parecemos ya ratas en un mundo de cepos y trampas? ¿Acaso el aire limpiado no es también artificial? ¿Acaso hay fuego que alumbre las vidas conectadas? ¿Acaso no nos fue ya robado el derecho al arropo y a la intemperie? Si hace unos días todavía era posible la llamada al fuego y al bosque, ahora serán la llama y el bosque los que tendrán que acudir a nuestra busca.
Aquí y ahora, a las 0:00 horas, en la noche, en medio de ningún sitio, cuando todavía puedo pensar y miro a mi alrededor, como apestados unos de otros, teniendo que asaltar los balcones para decirnos buenas noches y no pudiendo despedir a los difuntos como dios manda, me pregunto si esto no se nos está yendo de las manos, a los unos por demasiadas visiones, a los otros por demasiado obedientes. Y me lo pregunto cuando el cierzo de Zaragoza, que yo lo veía más allá del Moncayo, también me trae el todos a una mientras aplausos televisados replican en los balcones. ¿Seré el último hombre en medio de la noche? ¿Seré el último hombre que todavía respira? ¿Podré al menos abrazar la Luna? Decía Descartes mientras veía quemarse la cera que si pensaba era porque existía, pero quizá sea el momento de no pensar tanto y meter la mano en el fuego para ver si es la propia la que se quema. Porque de esto va la cosa, de no dejar que nos roben lo que, al menos una vez, fuimos.
Décimo día