Insisto fervorosamente en la lectura de Javier Marías, de quien devoro con gula y lentitud el volumen Lo que no vengo a decir (Alfaguara), que reúne sus colaboraciones dominicales en El País Semanal entre febrero de 2007 y febrero de 2009. Y reitero mi admiración y mi sorpresa por la escritura del madrileño. Mi admiración, porque encuentro en cada uno de sus escritos una serie de matices, ángulos interesantes y argumentaciones dignas de ser reflexionadas; mi sorpresa, por mi incapacidad para entusiasmarme con sus novelas como lo hago con sus otros escritos. Algo falla, y seguro que el problema está en mí.
Inevitablemente, ciertos temas se repiten (cómo no habrían de hacerlo, después de décadas escribiendo artículos de opinión), pero la magia de sus líneas obra el milagro de que mi interés no decaiga jamás, hable de la Semana Santa, de la constante tendencia al ruido que tenemos los españoles, de la rapidez con la que cualquier novedad cultural se torna “vieja” en nuestro mundo acelerado, del torpe aparato lingüístico que manejan las feministas radicales, de los abusos que los políticos y los promotores inmobiliarios perpetran constantemente, de la actitud prepotente de ciertas instituciones, de la fina epidermis que está desarrollando buena parte de la población (hosca y agresiva con los demás, pero hipersensible cuando son ellos los “agraviados”), de la mala educación que suele imperar en las redes sociales o de los excesos del turismo gritón e invasivo.
Algo funciona mal (o al menos lo parece) cuando, tras años y años de denuncias periodísticas, análisis exhaustivos y argumentaciones sólidas contra las mentiras, los abusos y las infamias que cometen las grandes organizaciones ideológicas de este país (el PP, el PSOE, la Iglesia, etc), éstas continúan tan campantes, reiterando sus actitudes fraudulentas, prepotentes o abusivas y siendo creídas y apoyadas por la gente, que se niega a la contemplación de la realidad.
Eso dota a las colecciones de artículos del autor madrileño de un aire lánguido, como el que exhala un caminante que, malherido ya por la fatiga, sigue viendo el horizonte tan lejano como lo vio el primer día. Pero junto a este caminante siempre habrá un grupo de lectores que, animados por su brillantez y convencidos de su integridad, aplaudirán muchas veces a su paso: les ruego que me consideren incluido en ese grupo.