“Si hay algo que no existe, es el olvido”.
Jorge Luis Borges
La veo buscándome con la mirada e intento ser lo suficientemente fuerte para no apartarle la mía, porque no quiero que vea cómo las gotas de lluvia se agolpan en mis párpados amenazando tormentas, de las que ya no son capaces de resguardarte ni las pestañas.
No quiero que parezca que no puedo ser valiente por ella. Cuando lo que de verdad me gustaría, con todas mis fuerzas, sería poder sostener entre mis brazos la vida que le queda.
Siempre ha tenido los labios color dulzura, como cerezas maduras; y unas finas arrugas alrededor de la boca, que hacen que parezca que en cualquier momento va a comenzar a besarte.
«Los besos son la mejor medicina», solía decirme cuando llegaba del colegio quejándome de alguna herida de guerra, y aunque la bala solo me hubiera dejado orificio de entrada, ella podía detectarla nada más cruzaba la puerta. Entonces, yo corría a buscarla para que me abrazara y me amparara el alma. Y su ternura era capaz de fundir hasta la más dura de las metrallas.
Luego, habitualmente, nos íbamos las dos juntas a la cocina, y me preparaba con todo su mimo chocolate caliente al que seguro añadía algún ingrediente secreto, de los que se guardan bajo llave hasta la muerte, que tenía el súper poder de devolverme, entre sorbo y soplido, su templado consuelo y la sonrisa.
Ahora no dice nada. Hace tiempo que no opina. Ya no puede hacerlo. Olvida lo que tiene que decir solo con el esfuerzo que debe hacer cada vez que su cabeza se empeña en unir las letras en palabras para formar una mísera frase con sentido.
También ha olvidado nuestras tardes de confidencias entre risas. Las horas que pasaba en vela cuando empecé a salir los fines de semana con mis amigas. Cuando le conté, muerta de vergüenza, que había besado por primera vez a Fran, el que hoy es mi marido.
El gran disgusto que le di cuando dejé los estudios, porque ella siempre había soñado que yo llegaría a ser alguien mejor que ella en la vida.
“Mejor que ella”… como si eso fuera posible.
La emoción desbordada que vivimos las dos aquél día en el que supe que iba a ser madre, y ella abuela.
Y el día de mi boda.
Y el día de la suya.
Ha olvidado hasta quién es esa señora que le mira desdeñada en el espejo, devolviéndole un ingrato y desleal reflejo.
Pero de vez en cuando, cada vez menos a menudo, la veo buscándome con la mirada.
Aunque en realidad a quién busque es a ella misma; porque yo sé que en el fondo siente que siempre podrá encontrarse en los ojos de quienes tanto la amamos.
Entonces, en ese momento, le cojo de la mano y le digo:
«—Ven conmigo mamá, vamos a prepararnos un chocolate caliente a la cocina».
Y ahora soy yo quien, entre sorbos y soplidos, le da las gracias, porque si existe alguien que de verdad me ha hecho fuerte en la vida, ha sido ella. Siempre.
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