Estos días en el valle estoy descubriendo muchas cosas que siempre habían estado ahí pero no me había detenido a mirar con atención. Las calles, los caminos del valle, el silencio en el que a veces retumban los tambores, las primeras hojas caídas sobre el suelo del jardín (ahora son muchas) o las gradaciones de color que trae consigo el otoño eran cambios imperceptibles para mí. Cambios leves.
Cuando era una niña viví un tiempo en el campo, en los alrededores del pueblo donde vivo ahora. En esa finca, que ahora está prácticamente en ruinas, descubrí que la naturaleza podía ser tan interesante y divertida como un amigo. Fueron esos meses en los que aprendí a montar en bicicleta y en patines, a recoger mariquitas sobre el rocío cuando llueve, a jugar con los perros, a cocinar con tierra, legumbres secas, agua y plantas y, sobre todo, a explorar. La libertad que me daban, como niña, los cerros, no me la daba el pueblo ni mucho menos las ciudades. Estoy segura de que esos meses en el campo sembraron la semilla de exploradora que luego germinaría en mí.
Estos días estoy volviendo mucho a esa finca y a sus alrededores, otra vez encima de una bicicleta, como antes, y con los mismos ojos de entonces. Cada vez que se bifurca un camino en dos me surgen muchas preguntas: ¿a dónde llevan? ¿Quién necesitó abrirse paso a través de los cerros o de las llanuras? ¿Elijo este, que ya conozco, o mejor aquel que nunca he recorrido? Hoy decido tomar el camino conocido, atravesar los campos de cultivo hacia el sur y tomar el puente: la misma ruta que hice la semana pasada. Los cambios leves: con la llegada de la lluvia la tierra se ha enlodado, ha crecido el pasto que le hace de mediana a la pequeña ruta, los árboles han perdido ese color rojo que anuncia otoño y empiezan a empalidecer ante la llegada del frío. Los cambios leves: el camino se ondula con el paso de los tractores, las hojas forman, sobre el suelo, un tapiz en tonos ocres, el día se termina una hora antes y mañana serán dos. Testamos los cambios leves uno por uno, día tras día: nacen las granadas.
Una vez a la semana volvemos a la finca en ruinas las tres mujeres y damos de comer a los gatos del valle. Hace ocho años que mi abuela los alimenta porque sí. También los cambios leves: cómo los ladrones se van llevando de a poco hasta los tornillos de la casa abandonada, cómo crecieron las parras, la herrumbre sobre el metal expuesto siempre a la lluvia, los higos y las peras que siguen cayendo al suelo aunque ya nadie las recoja y se llene la boca con su agua, los ajos tiernos, los rosales salvajes y también la hiedra. La vegetación se hace con el espacio que le fue arrebatado, como en los templos antiguos de Camboya e Indonesia.
Es una frase del libro “El cielo es de los que vuelan” de Guillermo de Posfay
Estoy releyendo un libro que escribió una mujer valiente llamada Lieve. En una de las escenas (ocurre en el Congo; Lieve está regresando a Brazzaville unos días después de que comenzara el asedio a la ciudad) Lieve habla con unas señoras de la calle y le sorprende que lleven sus mascarillas para aclarar la piel untadas en la cara, en plena guerra. A mí me gustan esos detalles: son los que profundizan en la literatura de lo cotidiano, los que describen el día a día, por debajo de las grandes palabras como política, sexo, amor, amistad o dinero.
También Lieve cita a Naipaul en uno de sus textos. Dice que para convertirse en escritor creía que tenía que marcharse; pero no: tenía que regresar. A mí me está pasando un poco lo contrario: la tranquilidad y el sosiego del valle, sin los altibajos a los que estaba acostumbrada, me han hecho profundizar menos en la poesía que en otras cosas (como recoger nueces en el camino a la finca para preparar pasteles de zanahoria) que no se dicen con palabras grandes como literatura, arte, futuro o gastronomía, pero que se encuentran en el fondo de todos esos términos intangibles. Estos pequeños actos cotidianos hacen que un día sea igual a otro pero sin serlo. Estos detalles imperceptibles son los que me hace sentir viva aquí y ahora.
Antes de que el otoño se convierta en invierno y los colores muten os quiero enseñar el valle donde vivo. Hay un río (aunque nunca había pensado en este río porque el Danubio y el Amazonas sonaban más mágicos). Hay casas (no son coloniales ni de colores como en Antioquia, pero algunas desfallecen como en La Habana). Hay árboles de muchos colores y formas (como en el Manabí ecuatoriano). Hay caminos de tierra (como en las quebradas del Jujuy). No sé todavía si es el regreso el que te hace escribir, como decía Naipaul, pero lo que sí sé es que te enseña, al menos, a mirar lo que aparentemente conocemos tan bien como si lo conociéramos por vez primera.
Esa es la literatura de lo cotidiano. Lo que hace bello lo que está ahí todos los días formando nuestros paisajes pero a lo que nunca le damos palabras.