Revista Opinión

Lo que se dice la perpetua

Publicado el 29 octubre 2017 por Jmlopezvega

E l pasado invierno trajo días saharianos, con nubecillas de espuma y cutis de albaricoque. Uno de ellos, por añadidura, fue un sábado de finísimo cristal. Los judíos, gente avispada, hacen del sábado el día de gloria; pues bien, este lo fue en grado sumo.

Serán las 11 cuando me encamino hacia una librería en el centro. (Es igual qué librería y qué centro, ambos suenan a antigualla, pues Homo posmodernus prefiere mangar en el ciberespacio y merodear por macrotiendas.) La librería conserva un rincón para libros desangelados, que tragan la quina del anónimo olvido.

Por 3 euros, tres misérrimos euros, me agencio un prometedor título de Mikal Gilmore: Disparo al corazón (Turner, 2003). Leo la carátula yendo hacia el vermú; cerca de la librería hay un baruco donde lo sirven de fábula, oxigenado en coctelera y aromatizado con canela en rama. Con los primeros sorbitos me trisco 40 páginas. Estilo fluido, con nervio, sin lugares comunes, no en vano Mikal escribe en Rolling Stone. Logra que muy duros pasajes discurran livianos, casi jocosos: gran hazaña siendo hermano de un tal Gary Gilmore.

Gary remató su extenso bagaje criminal asesinando a 2 jóvenes mormones en Utah y adquirió celebridad por exigir la pena capital (rechazó aplazamientos e indulto), elegir el método del fusilamiento y protagonizar La canción del verdugo, gran novela de Norman Mailer.

Lo que se dice la perpetua

¿De qué habla Mikal? Habla de sus ancestros, de sus extraños progenitores -la desequilibrada adorable y el magnético maltratador-, de la violencia sufrida e infligida por Gary, del insensato globo de la euforia y del pozo hondísimo de la depresión insuperable. Con las mollejas bien suavizadas por otro vermú, observo que Mikal no me larga sermones parrafosos. Escribe de su familia, de sí mismo, del Gary que deviene insalvable, y escribe sin perderse en zarandajas jurídicas. Escalofriante y con-mo-ve-dor.

Ya fuera del baruco (sin rumbo fijo, el solecito perforando las acacias) recapacito sobre la pena de muerte. Se esgrimen contra ella un par de argumentos tirando a endebles. Uno -el utilitario- afirma que no es eficaz contra el delito y que las sociedades más violentas lo serían igualmente sin aplicarla, lo que no pasa de apriorismo indemostrable. Otro -el maniqueo- tilda de 'atrasados' a los países que ejecutan y de 'innovadores' a los que no, pero sucede que en Texas, por ejemplo, conviven orgullos como el MD Anderson Cancer Center y vergüenzas como la prisión de Huntsville.

Los ingenuos subrayan que el Derecho Penal no puede ser vengativo. ¡Oigan! ¿Pues qué es, entonces? Nuestros bienes más preciados son la libertad (ir donde te lleve el viento) y desde luego la vida (maldita la gracia de perdurar por una triste placa en el ayuntamiento). Coartar la primera o cercenar la segunda son actos de gravísima enjundia, claro, pero de merecerlos alguien, será aquella gentuza execrable que la haya liado más que gorda, gordísima. Deplorar la crueldad 'del sistema' con el victimario me suena a desprecio por el sufrimiento del inocente, al que se priva de su resarcimiento moral por absurda dejación de un mandato prístino: que el hijoputa las pase putas.

A la pobre Sandra Palo, deficiente psíquica, la viola, la apalea, la plancha con el coche y la quema viva un Rafita poligonero. El 'carnicero de Mondrágon' aduce que él no es un multiasesino, qué va, sino un justiciero popular, y el monstruoso Bretón -ojos de negro hielo- monta una barbacoa artesana con sus propios hijos. Si no hay que limpiarles el forro (que bueno, vale), no será por 'compasión' babosona y moralina. Espoleado por Mikal Gilmore, expongo 3 razones de más peso.

La duda. La corrosiva incertidumbre. ¿Cometió la tropelía el reo, por muy seguro que lo parezca? Sería un chascazo inyectarle arsénico o arrimarle voltaje al colodrillo y que años después se demuestre que el cabromzao fue otro. No siempre habrá un Henry Fonda cuya integridad y perspicacia iluminen a 11 conciudadanos ofuscados, que se creían certeros y era falso. Aniquilas a un menda con pruebas 'irrefutables' y resulta que el forense metió la pata. ¿Quién la saca luego?

La redención. La pulsión del más abyecto simio por arrastrarse, mendigando un perdón tan indispensable como fantasmal. Truman Capote, en A sangre fría, aflora el arduo asunto de si el asesino, en viviendo unos años más, sigue siendo la misma piltrafa moral. Decapitó la grandeza de un congénere a cambio de unas migajas de rabioso fulgor, sí; pero, al despanzurrarlo de sopetón, ¿no impides que la cárcel, con su retorcida minería, le extraiga un átomo de talento?

Y acabo: mi invalidez. No puedo. Quizás alojaría una bala entre las cejas de quien dañe a los míos, pero nunca ejercería de verdugo por encargo. Los guardias del genial Berlanga empujan al asesino al patíbulo, casi desmayado. Justo detrás va el verdugo primerizo: lo llevan a rastras. Yo sería incapaz de ejecutar a quien fuere, es decir de aplicarle la estricta y definitiva perpetua, pero no comparto el aspaviento por enchiquerarlo de por vida. Y que en su infinita pena haga cosas de provecho. ¿Cómo sigue tan estrecho el desfiladero de La Hermida, habiendo txapotes cuyo cráneo gudari cascaría rocas que es un primor?


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