La ausencia de transparencia ha sido el motivo de la mayor parte de los conflictos globales, domésticos, urbanos, sociales y de todo tipo desde el comienzo de los tiempos. “¿Qué estará pensando?”, se han preguntado millones de mortales a lo largo de la historia. La respuesta ha sido siempre un misterio. No sabemos lo que pasa por la cabeza de la persona que tenemos enfrente y por muy detallado que sea su relato de la realidad, jamás podremos percibir el mundo exactamente cómo el otro lo ha hecho. Al amparo de esta oscuridad, de la imposibilidad de que se conozca lo que pensamos y planeamos, ha nacido un millón de conspiraciones y triquiñuelas. ¿Cuántas guerras se habrían evitado de conocer lo que realmente pasaba por la cabeza del otro? O al revés, ¿cuántas habrían empezado?
El interior de nuestro cuerpo es el ámbito privado por excelencia. No hay nada más secreto que eso. Se puede intervenir las comunicaciones, revisar el correo, fotografiar cada uno de nuestros movimientos, pero no se ha inventado micrófono capaz de penetrar nuestro cráneo y registrar lo que se cuece en las molleras de los mortales. El Rey se disculpa, pero jamás sabremos con certeza que lo hace sinceramente; te dicen que te quieren, pero nunca se puede estar seguro al cien por ciento; el dependiente de la tienda de ropa te dice que ese pantalón te queda que ni pintado, pero no puedes confiar en él. No puedes fiarte ni de tu madre.
Habitamos un mundo de incertidumbres y eso es algo que no tiene remedio. De todas formas, qué aburridas serían las cosas si lo tuviéramos todo claro. Al fin y al cabo, la corrupción, el engaño, el suspense y el misterio son la salsa de la vida. ¿Qué habría sido de Agatha Christie si sólo con mirar a los ojos de alguien supiéramos que él es el asesino? Y es que lo que importa, en muchos casos, es lo que se esconde.